
La más célebre pareja de la clásica remolienda santiaguina: el Zapatita Farfán y la siempre elgante Lechuguina (Raquel Navarrete). Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).
En un sector de calle Serrano pasado Diez de Julio Huamachuco, en donde hoy existe un taller de desarmaduría automotriz, se escribió una de las historias más memorables en la remolienda chilena a partir de los años cuarenta, de la mano de la entonces famosa tía Lechuguina, apodada por muchos entonces como la Reina de la Noche, acompañada por el no menos conocido Zapatita Farfán. Historia memorable, repetimos, pero escasamente recordada en nuestro tiempo salvo por uno que otro sobreviviente de aquellas aventuras hoy imposibles de concebir. Poco se sabe ya de ambos, de hecho, olvidándose incluso amplios detalles sobre la vida personal de estos personajes. Otros datos, sin embargo, sí lograron quedar en el imaginario de la propia ciudad, quisiéramos pensar que grabados en la sólida piedra del recuerdo, aunque escasamente se los consulte.
Ha sido labor de varios años, entonces, el poder reunir testimonios y recuerdos prestados para reconstruir la semblanza de la mítica Lechuguina. Hemos pasado así por aportes de ex clientes, vecinos, amigos que todavía residían en el barrio hacia los tiempos del Bicentenario Nacional. Muy especialmente, valoramos acá el aporte más reciente que nos ha dado con toda generosidad y desinterés la diseñadora y tatuadora Fran Paillas, intermediando por nosotros entre su familia, sobre todo con su abuela Yaya, quien era sobrina de la celebérrima mujer.
En las indicadas coordenadas urbanas, entonces, la querida cabrona tuvo uno de los más conocidos y populares prostíbulos de todo el Santiago de entonces, considerado de hecho como una de las casitas de huifa más elegantes de su época en la capital, presumiendo de su gran cuidado en la presentación y las comodidades interiores. Un típico buen burdel de la época de oro, diríamos hoy, tan mítico como su propia patrona allí en el gran vecindario que se formaba por los contornos de avenida Diez de Julio desde la ex calle Maestranza, hoy Portugal, hasta pasada la Plaza Almagro. Eran manzanas atestadas de lupanares, cabarets, casas de cena, casas de citas, restaurantes nocturnos, cafés de trasnochada, night clubs y todo cuanto se necesitaba para complacer la existencia beoda y pecaminosa de aquel tiempo.
Por lo anterior, el cuartel de la tía Lechuguina se encontraba cerca de otros famosos barrios rojos del mismo circuito: el de calle Eyzaguirre, frecuentado hasta por destacados literatos; el de Fray Camilo Henríquez o San Camilo, que se hallaba entre los más próximos; y el barrio llamado Los Callejones de Ricantén (calle Ricaurte con Lira), en donde estaba instalada también su amiga y colega la Nena del Banjo (la tía Irma). La dirección exacta de la casita de la Lechuguina era en Serrano 730, en el desaparecido cuarto inmueble que existía desde la esquina con Diez de Julio hacia el sur, antes de tocar la calle Copiapó. Esto era casi por el costado vecino de un antiguo cité que antes tenía más aspecto de conventillo y que aún existe en el número 746, conocido como Pasaje Nicanor Marambio. Como era común con los prostíbulos de aquel período y hasta avanzados los años setenta, el de la Lechuguina había llegado a ocupar allí en un viejo y amplio caserón ladrillo, además.
Pero, más allá del mito, ¿quiénes eran aquella mujer y su también conocido marido, el Zapatita? La poca información se encuentra disponible en nuestros días sobre sus verdaderas identidades nos motiva a intentar llenar parte de esos vacíos, con todo lo que hemos logrado reunir.
El nombre real de la Lechuguina era Raquel Navarrete Moraga, hija de doña Celinda Rosa Navarrete, esforzada mujer quien trabajaba en una carnicería durante largas jornadas diarias y, por lo mismo, debía dejar a sus hijos al cuidado de terceros. Los niños quedaban a cargo de una tía llamada Ana durante el día, entonces, pero de todos modos tuvieron una escolaridad incompleta. Algo de información sobre Raquel puede encontrarse también en fuentes como "Los cien rostros de don Mario" de Ignacio González Camus, libro sobre la vida del príncipe de los bajos fondos Mario Silva Leiva, más recordado como el Cabro Carrera (por la velocidad con la que lograba escapar cuando aparecía la policía, incluso sacándose los zapatos en la huida), cuya biografía se cruza también con la de Lechuguina y una de sus hermanas (Chela), de la que fue un gran amigo. Sin embargo, con lo que es posible reunir desde medios impresos no alcanza para formar un panorama general sobre lo que pudo ser la niñez y juventud de Raquel. Salvo que se trate de un alcance de nombres, además, también encontramos a alguien llamada igual en la lista de heridos que fueron trasladados hasta Santiago tras el fatídico terremoto de Chillán, sucedido en el enero de 1939: aparece trasladada desde Cauquenes hasta el hospital especial que se abrió en la casa de orates de la capital en el mes siguiente, junto con otros 15 lesionados que fueron repartidos por diferentes centros de salud.
Por otro lado, como sucede con todas las leyendas -y a pesar de las muchas historias sobre clientes ilustres que habría tenido el célebre lupanar-, la vida de la Raquel acabó siendo idealizada con el tiempo entre quienes la conocieron. En los años ochenta, por ejemplo, los alumnos del Liceo Manuel Barros Borgoño y otros establecimientos educacionales del barrio escuchábamos muy crédulos algunas descripciones nostálgicas que hacían de ella los viejos tercios de los barrios Matadero y Matta, en los boliches tipo restaurantes cercanos a esta última avenida. Según muchos ellos, pues, la Lechuguina había sido algo así como una jovencita sagaz y hermosa, que encantaba por su esbeltez y belleza coronada por cabellos dorados hasta al más rígido y cerebral de los varones… Mucha imaginación se adosó a su recuerdo, sin duda, desmentida por memoriones con mejor calidad de retención mental y, por supuesto, por las fotografías que quedaron de ella.
La verdad es que la Lechuguina era una mujer más bien adulta ya en los años de su mayor consagración dentro de la actividad noctámbula, cuando la precedía su inmensa fama. De hecho, estaba próxima o anclada ya en la tercera edad hacia la década del sesenta, o al menos eso se desprende de los testimonios más serios. Su supuesto prestigio como ex prostituta había sido en épocas muy anteriores, en caso de haber sido real. Es lo que especulaban otros testigos de la época, rezando la respectiva leyenda que, con la fortuna que hizo en tales andadas, se permitió establecer su propio negocio en el señalado sector de la ciudad. De todos modos, el rostro rosado de la soberana no conservó para siempre esa lozanía de los años mozos que celebraban los retirados, maculado no sólo por sus arrugas, sino también por una cicatriz sobre su mejilla izquierda o derecha (era la primera opción, en realidad, junto al ojo y bajo su sien) y que recordaban bien varios testimonios, curiosamente. Quizá habrá sido un trofeo conseguido en el ambiente, pues era común que chulos y felones de prostíbulos castigaran con esta clase de heridas a las asiladas que osaban salirse de los estrictos códigos, “marcándolas” para siempre. Ya es tarde para tratar de confirmar algo más respecto de esa cicatriz que sí existió.

Un salón con "niñas", con las típicas escenas visibles dentro de los clásicos prostíbulos en su sector de cantina o bar... Fuente imagen base: sitio Gag Daily.

Imagen de las vacaciones familiares, nos parece que en la Playa Chica de Cartagena. El Zapatita Farfán luce más joven y delgado que en otras fotografías que quedaron de él. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).

Comida familiar, con el Zapatita y la Lechuguina sentados en los extremos de la mesa. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).

Funerales de la madre de Raquel Navarrete, en la capilla subterránea de la Iglesia de los Sacramentinos de Santiago, las llamadas "catacumbas" del templo de barrio San Diego. La pareja está junto al ataúd. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).

El Zapatita Farfán bailando con Yaya, una sobrina de la Lechuguina, en una quinta de recreo o fonda en plenas Fiestas Patrias, según se ve por la decoración. Yaya es ahora una de nuestras fuentes orales para reconstruir la vida de la pareja. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).
Por su lado, Jorge Romeo Raúl Farfán Zapata (a veces presentado como Zapata Farfán en la prensa), el confundiblemente Zapatita Farfán, tenía brillo propio dentro de los círculos del insomnio y las diversiones de amanecida desde antes de comprometerse con Raquel. Su encuentro con ella había sido como una conjunción estelar, entonces, en donde cada uno seguía destellando por sí mismo mismo pero, a la vez, pasaba a ser parte del otro. Farfán incluso era el equivalente al lado B de la Lechuguina en cierta forma, acaso en más de una. Así como sucedió a muchas otras profesionales de la actividad, incluso de las más reputadas, ella tampoco estuvo tan ajena al instinto de autodestrucción que muchas veces hizo estragos en el rubro de la remolienda y el Zapatita representaba muy bien esa cara si hablamos con honestidad, especialmente por su vida personal que se tornaría bastante tormentosa en algún momento.
Si bien Lechuguina abrió con este sujeto el lupanar de Serrano y alguna vez otro igual de elegante en calle Cóndor según algunas notas de prensa de la época, los adversarios o detractores de Farfán decían que su influencia sobre la mujer sería bastante negativa, a la larga. Gracias a la misma información oral y otras publicadas en reportajes, como uno del periódico “El Guachaca” en noviembre de 2005, se puede intuir algo más sobre las actividades más opacas del negocio de ambos enamorados.
A mayor abundamiento, de a acuerdo con lo que señalaba allí en "El Guachaca" el ex hombre símbolo del diario “La Cuarta”, el periodista Alberto Gato Gamboa (muy avezado en experiencias de aquella época y lugares, hay que decirlo), la Lechuguina se habría terminado enredando también en negocios raros a raíz de su relación “con un cafiche llamado el Farfán, un tipo medio rufián y algo amaricona'o que tenía problemas con la ley”. Con características casi de celebridad en su tiempo, sin embargo, el Zapatita también fue mencionado en libros como las “Crónicas de Juan Firula” y “Chicago chico” de Armando Méndez Carrasco. Corroboramos en su momento algunos datos interesantes sobre el personaje gracias a exvecinos del barrio Matta y el sector Matadero, además de que había sido menor que la famosa cabrona, cosa no muy frecuente ni socialmente insignificante por entonces.
De acuerdo a lo que se maneja en la memoria familiar, el Zapatita Farfán venía de un hogar relativamente acomodado, pues era hijo de un matrimonio propietario de una parcela cercana a la capital y en donde se cosechaban sólo ajos para los mercados centrinos. El padre murió prematuramente, sin embargo, dejando a la madre y sus hijos, el susodicho y su hermana Marta, aunque con los buenos ingresos del terreno agrícola. Con el tiempo, la viuda contrajo matrimonio con otro huaso de la zona y tuvo al menos un hijo más, pero Farfán había decidido independizarse y partió así a Santiago.
En la capital, el muchacho encontraría trabajo como animador en los boliches de calle Bandera, en el histórico "barrio chino" de la bohemia que se desplegaba en masa llegando a Mapocho. Encontró empleo con aquel rol en el entonces afamado cabaret Zeppelin, club que existió por largo tiempo casi enfrente de calle Aillavilú y que había pertenecido al empresario nocturno Humberto Negro Tobar. Farfán también se relacionó sentimentalmente con una joven de aquel ambiente de recreación y espectáculos llamada Ana Rojas, creyéndose que pudo haberla ayudado también a instalar la casa de remolienda que esta llegó a tener antes de concluir su relación con él. Más tarde, Ana habría sido la futura amante del Cabro Carrera, además.
Identificado en esos años como un pije (algo así como pituco, cuico, paltón), Farfán hizo amistad un día con el hermano de Raquel y padre nuestra informante, la hoy abuela Yaya. Pudo conocer por esta línea a la que iba a ser el amor de su vida, pero no sin antes provocar algunas desconfianzas en la familia, pues parece que tendía a fanfarronear un poco con la señalada propiedad agrícola. Un día, sin embargo, su futuro cuñado lo acompañó hasta allá por un consejo de la propia Raquel, confirmando que Farfán no mentía ni exageraba. Cuando este último hizo lo mismo visitando la casa de su amigo, entonces, conoció a las hermanas de su nuevo amigo: Chela, Elba y Raquel, quedando prendido inmediatamente de esta última.
Además de los encantos y delicadezas que caracterizaban a Raquel, parece que Farfán tenía cierta inclinación por las mujeres más entraditas en carnes como era ella, a pesar de las muchas descripciones que ofrecerían en el futuro sobre su físico los fabulistas exparroquianos de su huifa. De hecho, la anterior pareja del Zapatita, la joven y audaz Ana, también había sido un tanto gordita y acorde a aquellos gustos. No obstante, ahora las cosas eran diferentes y en realidad había un interés de Farfán por quedarse con Raquel como pareja, algo que, efectivamente, consiguió no mucho después.
En otro aspecto factible de abordar desde un punto de observación más "revisionista", aunque muchos contemporáneos acusarían por el resto de su vida al galán de sólo querer apropiarse de la fortuna de quien iba a comenzar pronto a ser llamada popularmente como la tía Lechuguina, lo cierto es que esta no tenía tales riquezas en aquellos momentos de su vida. De hecho, fue en gran medida por el apoyo económico de Farfán que Raquel podría abrir la primera de sus casas de tambo en Serrano, dando inicio de esta manera a todo un reinado de remolienda ligado a su nombre. Gracias a él, entonces, había comenzado la historia de la Lechuguina, también desmintiendo muchas versiones de quienes fueron clientes y contemporáneos al lupanar.
Además del burdel, ambos esposos-socios adquirieron e implementaron una residencia en calle Copiapó, con pequeños grandes lujos. Este fue un lugar más bien de descanso para ellos, sin embargo, y Farfán lo había convertido también en una especie de oficina con teléfono y todo. De acuerdo a lo que recuerda nítidamente doña Yaya, tenía un antejardín y contaba con un cómodo living-comedor dando al patio, enverdecido por un gran parrón de sabrosas uvas rosadas. Como era el lugar para las visitas, además, contaba con percheros en un recibidor donde quedaban los abrigos, paraguas y sombreros, todo muy elegante y refinado. Una terraza se abría por el lado izquierdo en el inmueble y, en una enorme gaveta o mueble cobrador, se guardaban licores, copas y vasos. La cocina era moderna y con cubiertas de mármol, además, conectando hacia un pasillo que conducía a los jardines interiores, en donde había también una habitación con baño para la empleada de la casa, al fondo.
Desde sus inicios en la huifa de Serrano, la Lechuguina fue especialmente selectiva con sus niñas pues, además de ser atractivas y comedidas, les exigía un buen trato a los caballeros llegados hasta allá. La regenta también hizo muy buenas migas con sus competidoras de esos barrios como la tía Guillermina, la Flor María (una de las soberanas del barrio Matadero) y la ya mencionada Nena del Banjo. De hecho, hubo un tiempo en que no era raro verla junto a esta última por avenida Diez de Julio y alrededores. Decían a coro por allá que era muy apreciada en el vecindario: las descripciones de la Lechuguina coincidían en destacarla como una mujer refinada y de modales cuidadosos, naturalmente distinguida y generosa. De ahí provendría el apodo, quizá. Su enorme dormitorio en Serrano reflejaba estas inclinaciones: era totalmente blanco, de estilo normando con muebles antiguos y grandes roperos, además de una mesita de centro.
Ella misma solía andar sutilmente enjoyada, con delicadeza, vestida de manera sagradamente pulcra y sobria incluso en su ambiente doméstico según contaban. Exaltaba sus rasgos suaves y siempre con elegancia, además, a diferencia de otras regentas del rubro que eran reconocidamente más rudas y agresivas. Se ponía regularmente en manos de estilistas y todos los viernes acudía a los baños turcos, aunque su salud debía lidiar desde joven con una diabetes que, en más de una ocasión, la hizo pasar reales sustos.

Zapatita y Lechuguina con amigos o familiares en un restaurante o club bailable. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).

Alfredo Marín, el Perro, celebrando su premio de Polla Chilena de Beneficencia en "La Nación" del 12 de abril de 1955, junto a su mujer Ernestina Correa. No sabia que le quedaban pocos meses más de vida antes de ser asesinado por el Zapatita Farfán.

El cadáver de Marín en el piso del lenocinio de la tía Guille en San Camilo, en portada de "Las Noticias de Última Hora" del día siguiente al crimen. "Quien anda mal, acaba mal", decía el pie de imagen.
La Lechuguina, señalada con una flecha, en fotografía de los corresponsales gráficos del diario "El Clarín". A pesar de que el asesino de Marín había sido su propia pareja, el Zapatita Farfán, ella acudió de todos modos al funeral del mismo a fines de agosto de 1955, en la Parroquia de los Carmelitas de Independencia.

El Zapatita Farfán en el diario "La Nación" del 18 de abril de 1968, cuando cayó nuevamente en manos de la justicia por asuntos de tráfico de drogas.

La Lechuguina y el Zapatita ya hacia los últimos años de vida de este último, junto a un niño. Raquel siempre mantuvo su pulcritud, sobriedad y elegancia al vestir, como se observa. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).
Muchas de sus niñas, asiladas y empleadas que pasaron por la casita de Serrano también habrían imitado aquellos modales refinados y formales de la misiá. Suponemos que este curioso comportamiento o protocolo habría incluido también a otras empleadas del negocio, como sus recepcionistas Gloria y Aída; y a la nochera del club, llamada María Zavala.
Lechuguina tenía amigos colaboradores, además, como un homosexual del ambiente apodado el Gaviota Ignacio, de buena familia y con un hermano médico. Antiguos exclientes del burdel nos hablaron también de un tal Gastoncito, al parecer igualmente cercano a la tía Guillermina y quien oficiaba como asistente, aunque de él se decía que, a veces, accedía a hacer algunos “favores” (felaciones) escondido en alguna parte de la residencia, para quienes tuviesen esa inclinación recreativa. No tenemos confirmación posible de estos relatos, por supuesto, pero nuestras fuentes creían que, habiendo hecho en algún período las veces de maître en los burdeles donde trabajó, terminó después involucrado en una especie de secta o sociedad bastante hermética según el mismo chisme, perdiéndose desde entonces su rastro.
También marcando diferencia con otras de sus colegas gremiales quienes parecían vivir sólo de noche, contaban los testigos que la Lechuguina podía andar por la calle tranquilamente en el día y codearse en algunas instancias altas de la sociedad santiaguina o de las clases funcionarias, siendo reconocida y aceptada con simpatía. Y es que su prestigio y estatus caminaban por delante de ella a esas alturas, motivando a hacer vista gorda a las posibles sombras de sus negocios, también rumoreadas por todos. Ciertos periodistas y personajes de medios de comunicación habrían sido grandes amigos de ella en su época de oro, por esta misma razón. La propia Lechuguina tenía una intensa vida social con Farfán, además, pues muchas fotografías familiares los muestran en bailables, banquetes, restaurantes y boîtes acompañados de otras personas.
Cabe comentar que el establecimiento de Serrano era suficientemente grande y espacioso para una multitud, como todo caserón antiguo de Santiago. Además del comedor principal atrás del salón, por ejemplo, tenía uno secundario y muy cómodo en la cocina, también de estilo clásico, siendo el lugar en donde solían reunirse las niñas en la hora de de almuerzo, once y comida. Sin embargo, las ambiciones y recursos de la Lechuguina estimaron que el espacio disponible debía crecer y así compraría la casa vecina a su burdel en el número 726, dirección también ya desaparecida. Así las cosas, era una pequeña ciudadela la que tuvieron a partir de ese momento ella y el Zapatita en la cuadra.
Desde entonces, la residencia anterior quedó destinada completa para el negocio de la remolienda con cantina y salón, dejando la mayor parte de su nueva propiedad como hogar y lugar de reunión social, aunque con Raquel no viviendo todo el tiempo en ella. Esta segunda residencia, a pesar de haber estado exactamente contigua al antro, también fue gentilmente dispuesta por la cabrona y su marido para diferentes actividades sociales y comunitarias del barrio, de forma totalmente libre. Algunas de ellas fueron las reuniones del club de fútbol local Unión Serrano, con ciertas participaciones destacadas hacia 1945, como lo recuerda un vecino que ha preferido reserva de su nombre:
Incluso las reuniones de nuestro equipo Unión Serrano se realizaban en la casa de descaso de la Lechugina, Serrano 726. Nuestras camisetas y equipos ellas nos los regalaba, por eso nos decían el Equipo de los Cafiches y éramos niños de entre 13 y 16 años. Así era la vida en esos tiempos, la verdad que no era tan malo; pasar hoy por ahí brotan los recuerdos, como siempre.
En tanto, a pesar de los encantos y simpatías que aún despertaba, el Zapatita Farfán había ido enredándose con las oscuridades propias del mundo delictual hasta que comenzaron a volverse en su contra. Aparecerá implicado después en problemas de contrabando de estupefacientes traídos desde Bolivia, de hecho, pero armado de buenos abogados y sobornos logró salir de sus problemas, también gracias a la ayuda crematística y siempre disponible de la Lechuguina. Estuviese o no interesado en los bienes de cabrona como insistían algunos, o bien fuese totalmente honesto en su imperfecto amor por ella, iba a quedar al descubierto que el Zapatita no tenía escrúpulos a la hora de serle infiel con prostitutas de otros lupanares, al mismo tiempo que intentaba adularla y acariciar su corazón con mensajes como el que hizo publicar en la sección sentimental de “La Nación” del jueves 22 de diciembre de 1949: “Raquel Navarrete, Santiago - Te desea muy felices Pascuas, tu compañero Jorge Farfán”. De hecho, la Lechuguina iría perdiendo la paciencia y así comenzaron a hacerse frecuentes sus rabietas contra él, molesta por sus dislates y metidas de patas.
Cabrón típico hasta en su estereotipo de vestimenta, Farfán estuvo rodeado de sus propias leyendas blancas y negras. Decían algunos que fungía como pianista del mismo club de la Lechuguina, incluso antes de comenzar su relación, por ejemplo. Habiendo conocido ya los tribunales y los bajos fondos, también fue amigo y ex cómplice del mencionado gángster Silva Leiva, al menos durante sus inicios en el mundo delictual. Dado a cierto nivel de lujo y ostentación excéntrica, sin embargo, carecía de la sutileza elegante de su mujer: llegó a adquirir un automóvil Cadillac (o parecido) de color verde, con que causó gran asombro en el barrio de entonces, conducido por su chofer personal apodado el Campana, creemos que por haber sido antes campanillero o vigilante exterior de los burdeles.
Motejado por algunos como el Lechuguino, Farfán a veces se mostraba también como un tipo de modales impulsivos, aunque con talentos positivos nunca bien aprovechados. Para empeorar todo, habría llegado a ser un febril apostador en cierta época, algo de lo que tomó nota Guillermo Torres-Lara en su novela "Shabat Shuvá":
Bueno, volviendo a la casa amarilla el tipo era nada menos que “Zapatita Farfán”, hombre de la dueña de casa la no menos famosa Lechugina. Su cafiche, amo y señor del prostíbulo, jugador empedernido. Famosas eran sus apuestas en las peleas de box de los Viernes. Era vox populi que en una oportunidad perdió un Chevrolet 51 recién regalado por la Lechuguina. Apostó a las manos equivocadas en una final de campeonato.
Pero, aunque supo "hacerse ficha" sin pagarla duro, su ya dudoso prestigio tiñó con sangre ajena el prontuario cuando asesinó a otra conocida estrella en el mundo del hampa: su rival y competidor de negocios, el pistolero Perro Marín, en realidad llamado Alfredo Marín Olate. Lo ultimó a tiros en el prostíbulo de la tía Guillermina de San Camilo, la famosa Guille, a fines de agosto de 1955, en lo que fue todo un escándalo policial, delictual y judicial, causando un terremoto en el ambiente de la remolienda. Farfán había escapado tras la fechoría y permaneció prófugo varias horas antes de caer detenido y procesado al día siguiente. La prensa de la época aseguró que el homicidio desató un intento de guerra civil en el mundo del hampa, incluido el asesinato de un exlugarteniente de Farfán, a los pocos días.
Todo aquel sangriento desastre se había debido nada menos que a los celos que provocó en el Zapatita Farfán haberse enterado, al parecer por soplones, de que su prostituta favorita donde la Guille estaba "encamada" con Marín, en esos momentos. Era la joven y ruda Pelusa (Carmen Salazar Muñoz), quien tal vez haya sido también su amante. La niña de 21 años a la sazón había pasado toda la noche con el Perro, por lo que cuando Farfán llegó acompañado por el Campana y otro sujeto, partió furioso hasta el dormitorio, pateó la puerta y lo ultimó a tiros en esas horas de la mañana, procediendo a escapar. Irónicamente, Marín, quien estaba casado con Ernestina Correa, había ganado un enorme premio de lotería en abril de ese año, organizando una fastuosa fiesta de celebración y gastándose con Pelusa parte de lo que recibía por capitalizar el dinero en negocios con los que creía que iba a tener una larga y holgada buena vida.

Otra imagen de la intensa vida social que siempre compartieron Lechuguina y Zapatita, sentados al final de la mesa. Parece tratarse de un cumpleaños u otra celebración. Fotografía del archivo familiar (gentileza de F. Paillas).

Antiguas residencias del sector Portugal con Diez de Julio, el barrio que fue tan propio del burdel de la Lechuguina y el Zapatita.

Otras tradicionales residencias del sector Portugal y Diez de Julio, en un fotografía tomada durante el año 2008.

Sector Portugal cerca de Diez de Julio, hacia de las puertas de lo que fue el barrio de prostíbulos, night clubs y casas de citas de esta última arteria.

Fotografía de una casa del barrio Serrano, gentileza de A. Bruna. Ofrece el aspecto que tenían más o menos las residencias antiguas de este sector de la ciudad.

Esta fotografía y la anterior son de Alan Bruna, con dos viejas casonas de calle Serrano vecinas del mismo sector donde estuvo la sede de la Lechuguina. En la dirección precisa donde estuvo la casita de la Lechuguina, sin embargo, ahora existe un taller mecánico (justo al lado de la que se ve en la imagen).
Aunque Lechuguina quedó muy herida por lo sucedido y hasta asistió al funeral de Marín, pues lo conocía y seguramente estimaba, los efectos se sintieron en el medio de las cabronas. Guillermina rompió para siempre su amistad con ella, y parece que también lo hizo la legendaria tía Carlina en cuyo negocio de avenida Vivaceta, el cabaret Bossanova, donde habrían estado bebiendo Farfán y sus acompañantes antes de ir a San Camilo y cometer el asesinato, paradójicamente.
Se dice también que Lechuguina ayudó a pagar abogados y fue secreto a voces en el circuito el que Farfán logró zafar en un primer juicios con recursos nada santos, como el supuesto regalo de una valiosa joya a una jueza. También había echado mano a sus contactos con la Policía de Investigaciones, cuyos miembros a veces aparecían en la casa de la pareja en calle Copiapó. Un inspector apodado el Chumingo fue quien le habría tendido un salvavidas en aquella ocasión: fue el mismo quien lo entregó directamente al juzgado evitando pasar por el cuartel policial y los interrogatorios. Finalmente, Farfán cumplió un corto tiempo tras las rejas, siendo atendido casi como huésped de hotel y con carretas de comida y bebida que la propia Lechuguina se encargaba de hacerle llegar.
A pesar de todo, Lechuguina no perdonó del todo a su infiel marido, sacándole en cara lo sucedido por el resto del tiempo que vivieron juntos. Cuando este había salido libre y regresado a la casa de Copiapó, entonces, se encontró con que ahora dormirían en piezas separadas, dura y definitiva decisión de la que Raquel nunca aflojó ni retrocedió. El despechado tuvo que meter hasta un pequeño refrigerador en su cuarto allí para todas las necesidades, ya que la separación no incluyó sólo a las camas.
No obstante su infame figura, el desprestigio y el anatema que muchos le arrojaron encima por el crimen de Marín, Farfán siempre supo ser agradable y ganarse el aprecio del resto. Datos obtenidos luego de entrevistar a vecinos del barrio Diez de Julio, conocedores de aquellos muchos burdeles, aportados en su momento a nuestros haberes también por el investigador autodidacta Alan Bruna, arrojaban una descripción mucho menos demonizada del famoso Zapatita: se insistía en que había sido en realidad un hombre simpático y, a pesar de todo, compañero hasta el final de Lechuguina. Doña Lily, por su parte, quien fuera residente del sector de calle Copiapó cerca de Carmen, más al oriente, nos compartía sus recuerdos en 2010 aportando más información de Raquel y sobre aquel aspecto más simpático de quien fue su controvertido compañero de vida:
Yo fui vecina de la Lechuguina. Ahora ya que me acerco a los 60 años, recuerdo nítidamente la imagen de la “vecina” y su esposo, el Zapatita Farfán, cuando llegaban a casa de mi abuela, una elegante matrona de la Clínica Santa María, a preguntar si le vendía la casa. Cuando ella no estaba y venía el “vecino”, este se adueñaba del piano y nos hacía bailar a la nana y a mí al son de “Barrilito de Cerveza”. Su sombrerito con una pluma multicolor y sus zapatos negros con blanco que se movían rápidamente en el pedal del piano... Siempre quedarán en mi recuerdo.
En otro aspecto interesante, cuando el burdel de Serrano aún era considerado de los "mejores" en la ciudad, también era visitado no sólo por los meros compradores de sexo, sino por personajes de la más auténtica bohemia, artistas aventureros, escritores y folcloristas urbanos. En las horas bailables podían tocar en vivo, además, algunos grupos y orquestas musicales. Todos los aventureros llegaban así hasta allá buscando baile, música de piano, jarana y algunos traguitos de ponchera con arreglado de vino y frutas, atendidos por las graciosas y agradables niñas residentes o al servicio de la Lechuguina. Incluso el fallecido cuequero nacional y líder de "Los Chileneros", Nano Núñez, cantaba al mundo la cueca titulada "Se arrancaron con el piano" aludiendo al histórico prostíbulo y los otros de aquella generación:
Se arrancaron con el piano
que tenía la Carlina,
le echan la culpa a la Lolo,
también a la Lechuguina.
Cómo lo cargarían
si no es vihuela,
dijo la Nena el Banjo
con la Chabela
Se recuerda que, siguiendo las recomendaciones, importantes visitas internacionales pasaron por el mismo lupanar: figuras deportivas, del espectáculo y la música de masas. Incluso habrían estado allí el rey Pelé y su equipo del Santos Fútbol Club o quizá la propia Selección brasileña (los testimonios no coinciden del todo), ya a inicios de los años sesenta, dato del que no tenemos más información pero que calza también con otras leyendas contadas sobre algunos de los principales lupanares del barrio Diez de Julio, curiosamente. Sí podemos dar por hecho que llegaron hasta allá varios otros equipos de provincia o extranjeros, participantes de los clásicos octogonales. Suenan muchos nombres célebres entre los chismosos, pero los dejaremos guardados en el cajón de las curiosidades, a falta de pruebas duras.
Empero, los testimonios que hemos conocido sobre esta etapa en la vida de la pareja ya no suenan tan románticos como antes del incidente del burdel de la tía Guillermina. Enfatizando los años menor que era de la Lechuguina y a pesar de sus zalamerías hacia ella, estamos al tanto de que Farfán solía presumir en secreto a los clientes más conocidos del burdel que esperaba la muerte de su jermu (mujer, en lunfardo), para proceder a “disfrutar la herencia y pasarlo bien con harta falopa”. Es lo que nos informara, por ejemplo, un demostrado gran conocedor del tema y de la propia casita de remolienda, don Benjamín Gutiérrez.
Mas, a pesar de la paciencia y ansiedad en la supuesta espera del cínico personaje, el karma lo alcanzó primero a él, pues estaba escrito en el libro del destino que moriría antes que su ya casi anciana musa. Una vida descarriada y llena excesos, además, lo habían llevado a caer nuevamente ante la justicia y por drogas, en 1964 y 1968, de modo que sus tiempos finales de vida fueron muy deslucidos. Así se quedaría sin poder heredar algo de lo que la madame había conseguido tras tantos años y esfuerzos, los últimos de ellos apartándolo de su corazón y su lecho como castigo, y no sabemos si también de las cuentas bancarias.
Según el testimonio familiar, entonces, Farfán murió internado en el Hospital Barros Luco por complicaciones derivadas de una operación de vesícula. Más exactamente, hallándose en recuperación no acató la instrucción de estricto reposo: mientras cerraban las heridas, se quitó los dispositivos médicos poniéndose de pie pero cayendo desmayado en la habitación, en donde fue encontrado ya fallecido. Se supone que tomó la absurda decisión de levantarse porque una visita suya, apodada la Coja, le advirtió de que misteriosas manos habían estado trajinando sus pertenencias en el cuarto. Al enterarse la Lechuguina de esta nueva mala noticia provocada por el Zapatita reaccionó con dolor pero también rabia: ella, que se había atendido en la Clínica Dávila las complicaciones con su persistente diabetes, le había reprochado a él haberse puesto en manos del sistema de salud pública sólo por economía o "de cagado", según habría dicho entonces, con estos trágicos resultados.
Coincidentemente, el burdel se vendría a menos en los pocos años que siguieron. Varios testimonios orales aseguran que la Lechuguina se marchó después a Valparaíso, calculamos que hacia 1973. Algunos familiares tuvieron un hotel allá en el puerto, además. Las autoridades ya llevaban algunos años empezando a proscribir y hasta demoler varios de los más de 100 prostíbulos que había aún entre calles como Portugal, San Diego y Diez de Julio, por lo que no sabemos si esto pudo afectar las expectativas que quedaban para el negocio allí en Serrano. La épica regenta ya no era la misma a esas alturas, sin embargo: terminó sus días muy deteriorada física y mentalmente, tal vez por su enfermedad crónica, postrada en una silla y hasta casi inconsciente, muriendo en estas tristes condiciones allá en el puerto. Aun si Farfán la hubiese sobrevivido, entonces, era poco lo que quedaba de su pasada fortuna.
Tenemos entendido que el negocio de la Lechuguina en Serrano había quedado a cargo de Pimpina, una hija. A pesar de los esfuerzos por mantenerlo, la nueva regenta formaba parte de una generación diferente, menos austera y más dada a las tentaciones de la fiesta. Así, si bien el lupanar parecía una celebración interminable en esos días según aseguran algunos de quienes fueron sus visitantes, habría acabado cerrando sus puertas ante los números rojos. Una nieta de la Lechuguina intentó revivir la dinastía, poco después, pero el burdel que iniciaría por su cuenta pasó sin pena ni gloria, desapareciendo también tras una efímera existencia en tiempos que ya no eran como los de la remolienda de oro. La abuela Yaya comenta también que la casa de Copiapó terminó totalmente modificada por una heredera, apodada la Monona.
Los mitos urbanos se encargaron de completar la historia de la Lechuguina y el Zapatita con una colección de otras suposiciones de diferentes tonos, como que el burdel de Serrano desapareció con del Golpe Militar o en la época de las restricciones horarias. Al parecer, sus últimos años en operaciones hacia principios de los setenta habían sido tenebrosos, además, ya sin elegancia ni el glamour que robustecen las mismas nostalgias fertilizantes de la imaginación. En la propia memoria de ciertos consultados se lo recordaba -entre otras muchas cosas- como uno de los primeros lugares de Santiago Centro en el que se comerciaba regularmente y con total desparpajo la cocaína, además... Sabrá el Cielo cuánto de verdad y fantasía hay en todo esto.
De la famosa y distinguida gobernadora del pasado, dueña de la más connotada de las casas de remolienda del Santiago de su tiempo, casi nadie recuerda su nombre real, siquiera. Raquel, la Lechuguina de las memorias náufragas, permanece así sólo en la antología de algunas semblanzas urbanas que la convierten en material de leyenda.
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