UNA CURIOSA REBELIÓN PUTERIL DE AÑO NUEVO

Tras haber sido promulgado el Código Sanitario de 1925, elaborado por el doctor estadounidense John Long, su Título IV que prohibía la prostitución y sancionaba a el ejercicio de la misma iba a entrar en vigencia a partir del viernes 1 de enero del año siguiente. Se terminaba con ello la efímera Ley de Defensa de la Raza y se prescindiría de los servicios de fiscalización e inspección de las casas de huifa que, desde ahora, quedarían proscritas.

Es verdad que la noticia era celebrada por un amplio sector de la ciudadanía, no sólo los más moralistas y conservadores, sino por todos los hastiados ya por la formación de algo parecido a los “barrios rojos” y la aparición constante de los conflictos que solían tener los vecinos con el ambiente imperante en las calles hasta donde llegaban a instalarse aquellos burdeles. Sin embargo, el gremio de las cabronas y las chiquillas dedicadas al oficio temió -con razonables motivos- que las medidas marcaran el final de sus negocios, poniéndose en alerta y cundiendo las campanas de alarma por todo el país. No iban a encerrarse a esperar lo peor en silencio, entonces: algo había que hacer y, así, desde alguna de ellas surgió la ingeniosa idea que estaban por ejecutar.

En la tarde del jueves 31 de diciembre de 1925, último día de aquel año de gran agitación política, los empleados de la capital se estaban retirando temprano para celebrar el Año Nuevo en sus casas o en las boîtes y dancing clubs que ofrecían fiestas con banquete y bailable. El Club Hípico había preparado una enorme fiesta a la que acudiría lo más granado de la sociedad santiaguina de esos años, además, con orquestas, números de circo, proyecciones de biógrafo, buffet y sorpresas. Aquella tarde se había vuelto lánguida ya, también con muchas familias fugándose de la capital para estrujar el tiempo del fin de semana largo en algún balneario cercano.

Sin embargo, los funcionarios de la Tercera Brigada de Sanidad tendrían que esperar un poco más antes de disponerse a celebrar: el recientemente asumido presidente de la República, Emiliano Figueroa Larraín, había avisado de una visita al lugar en la que iba a ser una de sus últimas actividades del período. El servicio tenía sus cuarteles en avenida San Pablo con Bartolomé de Vivar, entre Riquelme y Brasil, otro de los barrios conocidos por reunir a la jarana nocturna del Santiago de entonces, coincidentemente. Esta institución se ocupaba del ya tradicional encargo de vigilar y controlar a las casas de tolerancia de la capital y verificar el estado sanitario tanto de las asiladas como de trabajadoras libres en registros, contando también con dependencias de atención médica en sus interiores.

El ambiente ya estaba tenso, ese mismo día. El diario “Las Últimas Noticias”, que había iniciado una campaña destinada a transparentar y enfrentar los problemas que estaba sembrando el nuevo Código Sanitario, informaba de una reunión de técnicos convocada por el Ministerio de Higiene y a la que debía acudir la Dirección de Sanidad, incluido su asesor el distinguido doctor Long. “Los yankees nunca han creído en la teoría de la relatividad; y así se explica cómo ellos, hasta los vicios relativos, han buscado remedios absolutos”, escribiría en el mismo medio Raimundo Almayor, dos días después, refiriéndose a los criterios del facultativo. El señalado encuentro debía realizarse el primer día de 1926.

A pesar de las incertidumbres e irritaciones, nada parecía que iba a perturbar aquel día a sólo horas de la Noche Vieja hasta que, ya en momentos de la última tarde del año, los funcionaros comenzaron a advertir la llegada de un extraño grupo de mujeres en el exterior. Lo que al principio parecía un puñado de ellas, empezaba a engrosar sus filas conforme iban pasando los minutos. Eran féminas rudas, de modales duros y aspecto “no convencional” que facilitaba adivinar su origen, fuera de que algunas de ellas de seguro ya eran conocidas por el personal del servicio.

Acompañadas de sus chiquillas, pues, las cabronas de Santiago efectivamente se habían organizado de forma veloz para ir a protestar a las dependencias de la Brigada de Sanidad, manifestándose explícitamente  contra el inicio del controvertido Título IV, ese mismo que entraba en vigor al día siguiente. En forma simbólica, entonces, acordaron llevar a todas sus asiladas para dejarlas en el servicio y que este se hiciera cargo de ellas, ya que la prohibición que comenzaría en unas horas más impedía que pudiesen tenerlas como residentes de sus casitas en donde habían estado viviendo siempre bajo el control y la vigilancia de las autoridades, de acuerdo al código anterior. El alojamiento y manutención de las niñas que se iba a desalojar, entonces, era ahora problema de ellos.

La ingeniosa protesta continuó con la ocupación de los patios y departamentos del servicio. Se calculó que unas 1.000 mujeres o más se habían apoderado de todo el edificio principal, patios y espacios adyacentes, ante la mirada atónita de los funcionarios que quedaban en el lugar y la curiosidad de los vecinos, además de comenzar a aparecer los primeros reporteros de prensa en la cuadra. Los furiosos equipos de cabronas y chiquillas continuaban llegando y vociferando su descontento, por lo que la cantidad de ellas dentro del recinto comenzó a desbordarlo. Así se refería “El Diario Ilustrado” del día siguiente a lo sucedido:

Las afectadas por esta medida, en número superior a mil, ante la situación se les presentaba, se dirigieron en masa al local de la Brigada de Higiene Social, situado en la calle San Pablo. En pocos instantes el amplio edificio de la Brigada se vio completamente invadido por una muchedumbre, que, llegando sus ropas en pequeños envoltorios, canastos y maletines, solicitaban que se les indicara dónde podrían pernoctar.

Las iracundas damas habían arribado allá, además, al conocer el señalado anuncio de que el nuevo mandatario supuestamente iba a realizar una visita al lugar, adelantándose por poco a la hora en que se suponía iba a llegar. Su propósito era exigirle directamente a él una solución al problema que las dejaba de brazos atados y ante un callejón sin salida. Sin embargo, al enterarse que este no llegaba aún y, para peor, que había postergado la visita dadas las circunstancias, resolvieron al unísono quedarse en el mismo recinto y desobedecer a los empleados, médicos o policías. La excusa de las chiquillas y sus mamis fue que, en los hechos, ya las habían desalojado de sus casitas, así que no tenían dónde irse.

En un intento por resolver la situación, se optó por la peor de las medidas: llamar a más fuerza pública. Policías de Infantería llegaron raudamente al lugar encontrándose con el enorme gentío mirándolos con gestos de aves cazadoras listas para el ataque. No cuesta suponer lo intimidados que quedaron al entrar a los patios y con la patrulla de caballería esperando rodeada de ninfas allá afuera. Obviamente, no se atrevieron a iniciar un despeje del establecimiento, que sólo se habría traducido en enfrentamiento seguro.

En una movida más sensata, el comandante encargado del servicio, doctor Roberto Yungue, se puso en contacto con la Dirección de Sanidad esperando le fuese comunicada alguna posible solución. La respuesta no llegaría, sin embargo: eran las 18 horas y aún no se encontraban la forma de desalojar pacíficamente de allí a todo aquel puterío rebelde, con hembras dispuestas a todo para desafiar al poder y todavía exigiendo que las autoridades les garantizaran refugio para aquella noche de Año Nuevo... Y todo sucedía mientras la gente miraba y reía afuera ante la insólita situación, con los reporteros intentando ingresar para tomar nota de los petitorios y las deliberaciones que hacían adentro las revolucionadas.

Entre otras cosas, las alzadas exigieron también que se cancelaran las libretas de sanidad e inscripciones para que las autoridades y la policía pudieran seguir controlándolas. Su razonamiento era sencillo: si las casitas pasaban a ser prohibidas y dejaban de ser un negocio público, entonces no tenían por qué recibir en las mismas a autoridades o agentes policiales para que las controlaran. La mayor parte de ellas solicitaba también el aplazamiento de la aplicación de las nuevas normativas, aunque sea por algunos días, pues requerían de un plazo para reinventarse y volver a encontrar una forma de ganarse el sustento. Consideraban que, convirtiendo las casitas (en realidad o apariencias) en negocios como pensiones, talleres o habitaciones de alquiler, podían salvarse de la ruina y evitar las intromisiones de los fiscalizadores.

La razón (o excusa) de la invasión a las instalaciones de la Brigada de Sanidad era la preocupación de las cabronas sobre el destino de sus asiladas, al entrar en vigencia la nueva ley. Imagen publicada en "Las Últimas Noticias" del jueves 13 de noviembre de 2008.

Así informaba el diario "La Nación" del primer día de 1926 sobre el recién ocurrido amago de rebelión de cabronas y chiquillas en el servicio sanitario de calle San Pablo.

Fuera del rasgo extravagante y pintoresco de la rebelión de las putas en Año Nuevo, subyacía un verdadero drama de angustias y dolores tras sus peticiones, sin embargo. Las restricciones que se venían encima y que, de alguna manera, ya se estaban ensayando con los endurecimientos de las políticas, realmente iban a hundir a muchas de ellas sin más posibilidades educacionales y culturales que tomar otros empleos considerados igualmente indecentes y lesivos a las buenas costumbres. Tenían todas las puertas cerradas y se había dado incluso el caso de una chica quien, al advertir que quedaría sin asilo y sin que su familia le permitiera volver a casa, decidió suicidarse por envenenamiento en uno de los prostíbulos del barrio San Camilo. El caso fue comentado a los reporteros del diario “La Nación” por las mujeres allí reunidas esa tarde.

Hubo otros casos igualmente desconsoladores conocidos en esos días. Uno de ellos llegó como noticia desde Antofagasta: los vecinos de la ciudad habían decidido reunir por colectas 1.500 pesos para donar a las muchas mujeres que quedaron a la deriva ante cierre de las casas, por su mal estado de salud y porque requerían de recursos para movilizarse a otras ciudades a fin de empezar una nueva vida. Es muy posible que se hayan visto gestos parecidos en diferentes partes del país, dada la cantidad de trabajadoras que se verían perjudicadas por el avance de esta clase de medidas draconianas.

Paradójicamente, buena parte de los funcionarios del Servicio de Sanidad estaban bastante complacidos con la masiva manifestación, a fin de cuentas: la prohibición del rubro de las casitas significaba el servicio ya no requeriría de gran personal para los controles de las mismas, por lo que se había anunciado ya que 54 inspectores iban a quedar cesantes también al comenzar el floreciente año de 1926. Los empleados de la Tercera Brigada ya habían presentado una petición de reconsiderar la medida ese mismo día 31, de hecho, después de haber sido notificados de ella recién durante el martes 29 anterior. No sería exceso de suspicacia, entonces, suponer que pudo haber algún grado de complicidad entre ciertos elementos de ellos y las allegadas de aquella tarde, especialmente cuando pudieron hacer ingreso al recinto.

El gran problema era, entonces, del enfoque dado al tratamiento de la prostitución seguía siendo con mirada sanitaria e higienista radical, ignorando el trasfondo social y humanitario que tenía el mismo. Era evidente que la aplicación de la normativa traería nuevos problemas para las trabajadoras sexuales y fomentaría la actividad callejera o la de casas clandestinas, como efectivamente sucedió, pero lo cierto es que esta posibilidad no distraía mucho a las autoridades.

Iniciadas las horas nocturnas y con las invasoras sin salir del recinto, el doctor Yungue comprendió que la solución no llegaría desde el gobierno, entonces, y decidió intentar algo desde su iniciativa personal. En el patio del servicio, rodeado por las damas en llamas, comenzó a dar un elocuente discurso a viva voz advirtiéndoles de que era conveniente esperar a ver qué medidas anunciaría el flamante gobierno para hacer más fácil y razonable la aplicación del nuevo código, y que, de acuerdo a esa misma situación, se tomaran posiciones y se elaboraran peticiones. Y decía al respecto “El Diario Ilustrado”, tratando de poner paños fríos:

Fue tarea difícil haber comprender a las solicitantes y a los dueños de establecimientos de diversión, que, como lo informó este diario ayer, la vigencia del título IV del Código Long no significaría, en ningún caso, el desalojamiento violento de estos establecimientos, ya que se había acordado la aplicación prudencial de la clausura, no pensándose en imponer las multas contempladas para las infracciones, sino después de considerar atentamente las circunstancias presentadas en cada caso.

Cerca de las siete y media, se veían aún, en la Brigada grupos de personas que insistían en pedir que se les diera alojamiento por cuenta del Fisco.

Tras oír atentamente a Yungue la mayoría de las fieras se amansaron, dejaron de berrear y acordaron que se volverían a reunir el sábado 2 de enero, para acudir con un petitorio formal hasta la oficina del Director de Sanidad. Procedieron así a retirarse lenta y pacíficamente, sin escaramuzas ni daños mayores, salvo por algún zamarreo y quizá un vidrio roto, cuanto mucho.

Lamentablemente, la situación seguía siendo sumamente adversa para el gremio prostibular en esos días. Una gran cantidad de vecinos celebraba la destrucción del mismo oficio y hasta colaboraban denunciando la presencia de centros de remolienda. Con aplauso general, por ejemplo, la Junta de Vecinos de la 7ª Comuna retomó una campaña de moralidad que había sido iniciada el 12 de septiembre de 1924 por los residentes Miguel Arrate Larraín y Eleuterio Larria Lira, informando a las autoridades, en los primeros días de enero del mismo año 1926 de la presencia de otros burdeles en calles Maestranza (actual Portugal), Jofré, Coquimbo y otras adyacentes. Su colaboración fue aplaudida en algunos medios impresos y propuesta como una actitud cívica y ejemplar, mientras que las desalojadas sólo podían tragarse la amargura.

“Las Últimas Noticias” del 2 de enero aportaba más noticias derivadas de aquella controversia del cambio de año, coincidentes en parte con lo expresado por “El Diario Ilustrado” y otros medios que cubrieron el curioso incidente:

Sin embargo, en la tarde del jueves último supimos, por fuente que nos merece confianza, que el Ministro de Higiene ante el grave problema que ya se presentaba, había dado órdenes en el sentido que se evitara cualquiera complicación entre las asiladas que habían sido echadas a la calle.

En esta situación, se libró que ese día se produjeran mayores escándalos en la repartición a que nos hemos referido.

En cierta forma, el Código Long había nacido naufragando, entonces, y la rebelión de ese día fue un síntoma temprano. Raimundo Almayor lo comparaba en el mismo medio con otras restricciones vigentes que eran burladas con toda facilidad en Santiago: el exceso de velocidad de los automóviles, subir en las góndolas más pasajeros que la capacidad preestablecida, cobradores gritando en los mismos transportes y, sin embargo, por las calles capitalinas de todos modos “corren a velocidades fantásticas tanto los coches particulares como los ‘de cambio’, estos últimos llenos hasta el tope de pasajeros, digo de pacientes; y los cobradores –y hasta chaufeurs- lanzan chillidos más atroces que los vendedores de pescado…”. Se recordaba también que la prohibición a la venta de licor en los bares durante los domingos y días festivos era burlada por los dueños colocando “en la mesa una servilleta sucia, un tenedor y un cuchillo -a chaucha la pieza y la triza de un plato- y nos creemos todos con derecho a servirnos, con la conciencia tranquila, el vermut dominguero…”.

Si bien la rebelión del Año Nuevo en Santiago y otras manifestaciones parecidas realizadas en la Plaza de Antofagasta el 2 de enero siguiente no tuvieron los efectos concretos y de fondo que se esperaban entre las afligidas cabronas y chiquillas, se aseguró que la Cámara de Diputados iba a pedir una revisión del mismo, no pudiendo eludir el tema. La marca del descontento general en el gremio iba a ser algo que pesaría en la continuidad de las medidas, además.

Desde algún punto de vista, entonces, las protestas de Santiago en aquella víspera de Año Nuevo fueron un anticipo o advertencia bastante ilustrativa sobre la clase de problemas que acarrearía el mismo Código Sanitario y que obligarían, de todas maneras, a revisar sus políticas públicas en años posteriores… Eso, fuera de dejar en registros uno de los tantos episodios curiosos de la historia de la prostitución en Chile, aunque ya se prefiera olvidarlo en las crónicas.

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