VIDA Y MUERTE EN EL CALLEJÓN DE LINGUE

Pasaje Coquimbo, paralelo a calle Lingue (Lincoyán Berríos) por su costado oriente, conservando el aspecto que tenían los inmuebles y fachadas del barrio remoledor de la misma calle. Fuente imagen base: sitio Mapio.

“Los poetastros se creerán Esquilos, y las negras ninfas de la calle Lingue recibirán convites de Sócrates, iluminados en copas de Falerno”, satirizaba Joaquín Edwards Bello en el diario “La Nación” del viernes 15 de octubre de 1937. Lo hacía burlándose de unas comparaciones que se habían hecho de Chile con Grecia en ciertas fuentes extranjeras, pero poniendo a Ligue en el contraste absoluto, y con buenas razones.

Siendo calle San Diego el eje matriz de la diversión de los barrios de la Pequeña Broadway de Santiago al sur de la Alameda, la callecita Lingue era algo así como su satélite: un barrio dentro de otro, con un prestigio especialmente ganado dentro del mercado de la remolienda con fiesta, parranda y sexo en aquellos años. De corto trazado, se encuentra al oriente de San Diego muy cerca de Matta y tenía también su tradicional fama de peligrosa u hostil, contrastante con lo acogedor de sus varios burdeles. Aparece trazada en planos 1875, por lo que su origen debe remontarse a la urbanización original de aquellos terrenos. Corresponde a la corta vía hoy llamada Lincoyán Berríos, entre Copiapó y Coquimbo, justo atrás del Teatro Caupolicán y en donde se halla también la entrada posterior a este recinto.

Entre los burdeles que anclaron y dejaron huella histórica en la corta calle Lingue, barrio con varios mártires a su haber como veremos, estuvo la casita de la gorda y querida tía Mimí. Este lupanar, que los testimonios de la bohemia de calle San Diego aseguraban había sido real, también fue mencionado e instalado dentro de un contexto novelado por Armando Méndez Carrasco en “Chicago chico” y ya nos hemos referido a él en este sitio. Se comentaba también que casas como aquella eran visitadas asiduamente por algunos chupópteros y comechados de la clase funcionaria, por lo que algunas habrían tenido “santos en la corte” ante las exigencias de las autoridades, supuestamente.

Callejón peligroso, sin embargo, con lo mejor y lo peor del extenso barrio de candilejas entre los ejes remoledores de San Diego y Coquimbo, Lingue tuvo graves bautizos con sangre entre sus muchos incidentes policiales. Uno tocó al llamado Negro Sánchez, casi como cordero de sacrificios, otro felón del ambiente caído allí mismo en la esquina Lingue con Copiapó el miércoles 22 de marzo de 1936 a las 1 de la madrugada, cuando había llegado buscando entrar a un depósito de licores de Víctor Dávila en la misma calle y luego de haber realizado la firma obligatoria que se le había impuesto en dependencias de la Sección de Investigaciones. No sabía que eran sus últimas horas de vida.

Llamado en realidad Domingo Sánchez y muy conocido entre el ambiente de Lingue, el Negro concurría a cumplir con aquella obligación de firmar junto con su amigo Luis Gómez, alias el Batería, pero esa noche quisieron salir de farra y fiesta partiendo a la calle de marras, hasta la licorería en donde estaba otro rufián llamado Waldo Cárdenas, apodado el Cabro Waldo. Se armó una feroz pelea entre este último y el dueño, la que luego involucró a Sánchez, quien se vengó abofeteando a su adversario en el cercano sector de un cité que conducía hacia calle San Diego. Para desventura de este último, quien se fue caminando con su amiga “íntima” de aquel medio oscuro, Chela Rojas Rojas, en la misma licorería estaban bebiendo otros maleantes que le tenían ojeriza. La prensa policial los identificó como el Marino Riquelme (Raúl Riquelme Alarcón), el Narigón y otros más, quienes habrían salido tras Sánchez y lo acribillaron por la espalda desde sólo un par de metros, de acuerdo a las primeras versiones. Tres tiros de Riquelme lo dejaron tendido y con Chela gritando desencajada en el lugar, junto al caído. Tres días después, el Cabro era sepultado en el Cementerio General.

El escabroso caso siguió arrojando detalles al correr los días. Riquelme, de sólo 17 años y pequeño tamaño, era un morador habitual de las calles prostibulares entre Diez de Julio y avenida Matta. Sabiendo que saldría limpio por su corta edad, se entregó voluntariamente a la policía al día siguiente del crimen alegando que fue en defensa propia y que Sánchez ya lo había amenazado a él y a su padre, y después apuñalado en su casa de calle Coquimbo 1169, ese otro barrio pecaminoso de entonces casi fusionado con el de Lingue, casi arrebatándole la vida. Sánchez ya había tenido un altercado anterior a balazos en la Nochebuena de 1938, quedando herido con su contrincante, amigo de Riquelme, en la Quinta Madrid, de Tobalaba… Así de brava podía llegar a ser la antropología atraída por la corta calle Lingue.

No paró ahí la violencia del barrio, sin embargo. El cabo Juan Vallejos Guzmán, funcionario de Carabineros de Chile, sería otro de los infortunados de Lingue sólo tres meses después, ya que ni a los uniformes se los respetaba. Como es esperable, el caso fue cubierto por las páginas policiales y mencionado incluso por René Peri Fagerstrom en “Apuntes y transcripciones para una historia de la función policial en Chile”.

A mayor abundamiento, el carabinero murió asesinado el sábado 27 de junio, poco antes de la medianoche y justo enfrente del número 882 que aún existe, por mano de dos violentos maleantes gitanos llamados Drago Pantich Yancovic y Antonio Arestich Marcovich, ambos con armas de fuego, quienes dejaron a otro uniformado herido en la ocasión. La residencia era entonces arrendada y explotada para el trasnoche por la regenta María González Fernández, quien sostuvo una discusión con ambos asesinos más un tercer gitano que los acompañaba en esos momentos. Los tipos querían entrar al burdel exigiendo exclusividad, para que nadie más fuese atendido mientras ellos estuvieran allí, a pesar de la negativa de la dueña quien decidió llamar a la policía pidiendo ayuda. 25 disparos hicieron los delincuentes antes de escapar, cinco de ellos alcanzando a su víctima recién arribada al lugar. De todos modos, los asesinos acabarían siendo detenidos a las pocas horas.

Aspecto original que tenía la calle Ligue y las arterias adyacentes en el "Plano catastral de la ciudad de Santiago" de Alcides Alday, en 1915, antes de la construcción del Teatro Caupolicán. Se observan los nombres de los propietarios de los inmuebles y la línea de calzada que continuaba más al norte por los cités Pasaje San Antonio y Pasaje Lira, el Pasaje Prado por el sur y el Pasaje Pedro Capetillo hacia el poniente (en donde está ahora el teatro), por los que se extendía también la misma remolienda del barrio.

"Piano Bar", obra de Alberto Sughi. Los burdeles de Lingue tenían el clásico y tradicional aspecto de las casitas de remolienda. Fuente imagen: sitio Pintores y Pinturas, de Juan Carlos Boveri.

Jornadas de Catch o Cachacascán, anunciadas en las marquesinas del Caupolicán en 1961. Imagen de los archivos fotográficos del Teatro Caupolicán. La construcción de este recinto no acabó con el barrio Lingue, pero sí cambió mucho su aspecto y modus vivendi.

La ex calle Lingue en la actualidad, a espaldas del Teatro Caupolicán, vía en donde tuvo su base de operaciones la tía Mimí y otras conocidas cabronas. Básicamente, su aspecto es muy parecido al de aquellos años de remolienda desatada.

En la obra “Chilena o cueca tradicional”, de Samuel Claro Valdés y con información y recuerdos de Fernando González Marabolí, se rememora también un testimonio sobre el Chano, otro de los tantos personajes de la calle pero quien era de los privilegiados que mantenían algunos acuerdos estratégicos con la autoridad y la fuerza pública:

Dueño de casa de remolienda. Trabajaba para la policía y tenía grupos de pistoleros para meter gente presa. Era el criminal más grande que tenía la policía. Mataba la gente brava, el gallo, el que venía de afuera del campo.

Hay más detalles disponibles sobre el mismo sujeto. Se sabe que era yerno de una cabrona apodada la Vieja Fidela, muy popular en el ambiente de los folcloristas y cantores, y hasta tenía una cueca propia recordando uno de sus famosos altercados:

“Miguel el Chano” de Lingue
con to’o sus chupetero
se echaron muerto’e cura’o
al ajuerino el “Pollero”.

Y el cobarde de lejo
mató al valiente
que era guapo de ajuera
pero de frente.

La construcción del amplio recinto deportivo y artístico del Teatro Caupolicán, inaugurado en 1937 por sus primeros dueños de la Caja de Empleados Públicos y Periodistas, había involucrado la compra y adquisición de todas las residencias que estaban por la vera poniente de Lingue, también entre Coquimbo y Copiapó. Estas obras hicieron desaparecer también el viejo conventillo llamado Cité Vega o Pasaje Pedro Capetillo: estaba en la mitad de la cuadra ocupada ahora por el teatro y su vía unía San Diego con Ligue justo al centro de la manzana, formando así una “T” con esta última.

También había por entonces un par de callejones alineados que, de sur a norte, servían como continuidad de Lingue hasta la avenida Diez de Julio y, más allá, casi tocando la maliciosa calle Eyzaguirre: el cité Horacio o Pasaje San Antonio, coincidente hoy con Álamos, y el pasaje Lira que aún conserva su nombre, aunque ambas son vías cerradas por rejas e incorporadas a recintos privados. Por el sur, en cambio, estaba el Pasaje Prado, mientras que paralelo por el poniente de Lingue estaba el Pasaje Coquimbo, todos ellos involucrados de un modo u otro con aquel ambiente y haciendo que el callejón principal se proyectara como todo un barrio de diversión nocturna.

Empero, dada la gran cantidad de residencias antiguas que se demolieron para la construcción del entonces llamado Teatro Circo Caupolicán, podemos suponer que muchos de los primeros lupanares de Lingue pudieron desaparecer en aquellas obras. El resto de la vida que quedó para la zona “roja” de la misma callejuela y sus cercanas debió ser con los que permanecieron activos más bien en su vera oriente, por lo tanto. Milagrosamente, sin embargo, aún se conservan los hermosos inmuebles de arquitectura popular y de fachada continua en ese costado y también por el Pasaje Coquimbo, como testimonio de aquellos años y casi ofreciéndose como un cofre de secretos inconfesables para el futuro, a pesar de la decencia en la que hoy viven.

Juan Uribe-Echevarría nos dejó una pequeña descripción de la misma calle Lingue y del ambiente nocturno imperante en el barrio completo que, ciertamente, debió dominar también en todo aquel grupo de cuadras que servían de escondites para la remolienda detrás las marquesinas de San Diego. Escribió el autor en su novela “El púgil y San Pancracio” de 1966, entonces:

La calle era un sinfín de casitas rojas, de ladrillos, dedicadas al amor nocturno.

Frente a cada puerta, y asomándose a todas las ventanas, había mujeres llamado, con voz plañidera, a los transeúntes:

-Me da un cigarrito, por favor.

A esa hora la calle alcanzaba su mayor dinamismo. Las daifas más jóvenes entraban y salían; corrían a la esquina y saludaban a los indecisos, discutiendo el precio del beso y la cerveza.

Cada tres o cuatro minutos, dos carabineros gordos y calmados se daban a correr la calle. Oíanse entonces silbidos nerviosos y una notable cantidad de velados timbres de alarma. Se apagaban las luces y todas las puertas y ventanas quedaban cerradas.

Por breves minutos la calle entera disfrazaba su intranquilidad. Los policías doblaban con regodeo lento, y de golpe, como por arte de magia, la calle Lingue recuperaba su turbio esplendor.

Como sucedía que el Teatro Caupolicán a veces habilitaba ingresos, boleterías o salidas por ese mismo lado de Lingue, especialmente para el acceso a su sector de galerías, no cuesta ni resulta forzado imaginar la eventualidad de que algunos concurrentes a sus jornadas y veladas populares -fueran aquellas de boxeo o de espectáculos circenses- también aprovecharan la “pasada” para visitar a las chiquillas de los lupanares. Lo mismo habría sucedido con los pequeños negocitos recreativos que debió haber entre ellos desde la segunda mitad de los años treinta, en todos los años cuarenta y no sabemos bien si hasta muchos años después, inclusive.

Uno de aquellos boliches era el Bar Tricolor, que existía por entonces en Copiapó llegando a San Diego, proximidad que lo dejó estrechamente integrado al mismo ambiente de Lingue y casi como una extensión del mismo. También es mencionado por Uribe-Echevarría describiéndolo como un lugar lleno de “boxeadores y aficionados” del Caupolicán tomando cerveza, además de “algunas busconas baratas” quienes iban de mesa en mesa persiguiendo la bebida y tratando de hacer amistades. En el mismo lugar, la victrola tocaba música por una moneda con piezas como el vals “Antofagasta” de Armando Carrera.

Dijimos que aún se conservan las pintorescas casas pareadas del costado este de la misma calle, hoy con el nombre del trágico detenido desaparecido Lincoyán Berríos, ya no más Ligue. Lamentablemente, no se exagera ni se dramatiza al suponer que la mayoría de quienes podrían haber recordado más sobre la identidad de las tantas almas que allí habitaron, además de sus anécdotas repasando aventuras juveniles en ellas, ya no deben encontrarse entre nosotros, los que aún estamos vivos.

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