UN BOSQUEJO DE LA PROSTITUCIÓN EN EL CAMBIO DE SIGLO

El siglo XX partirá con las casitas de remolienda y la prostitución “tolerada” ya bien instaladas en la realidad nacional. Se transita también por un largo período más o menos coincidente con la vigencia de la primera regulación santiaguina de 1896, tramo del que han tratado trabajos como la tesis “Mujeres del bajo fondo: prostitutas de Santiago y Valparaíso entre 1891 y 1925” (año 2000), de las alumnas de historia Cristina Berríos Osorio, Carolina Bustos Sánchez y Marcela Lagos Fernández, de la Universidad de Chile. Entre otros planteamientos, este estudio identifica factores de formación de algo que podríamos reconocer como una identidad en la prostitución del mismo período, además de su relación con otros vicios sociales como el juego, el alcoholismo y elementos provenientes más bien de la subcultura.

La variedad que puede ofrecer la prostitución en ese mismo tiempo alrededor del cambio de siglo se sitúa, principalmente en estándares sociales, geográficos y el tipo de clientela a la que eran capaces de atraer: desde el gañán maloliente o el trabajador de las calicheras hasta el pijecito aristócrata que llegaba con amigos a terminar entre sábanas algún encuentro de alta sociedad. Entonces, a diferencia de la actualidad en donde se imponen incluso modelos como el de atención a domicilio, a la sazón era el cliente quien acudía a los centros de chicas felices, incorporándose en cada oportunidad al ambiente y llegando a formar una relación emocional con aquellos sitios, de cierta forma.

El código regulatorio santiguino de 1896 había comenzado a ser imitado en otras ciudades a partir de ese momento, además, como Valparaíso en 1898, Chillán en 1900 y Antofagasta en 1916. Claramente, esto era un triunfo de los partidarios de la regulación por sobre las aprensiones de los abolicionistas. Sin embargo, no resulta del todo fácil establecer hoy si la prostitución aumentó en aquel escenario o si sólo se hizo más visible a partir de ese mismo entonces, por la atención de las campañas intentando regularla o aun proscribirla. Lo advierte Azun Candina P., por ejemplo, en el libro de varios autores “Historia de las mujeres en Chile”:

Es difícil afirmar, por cierto, si se produjo efectivamente un auge del comercio sexual o si a comienzos del siglo XX este empezó a cuantificarse en la medida en que se lo consideró una actividad a erradicar, lo que provocó que las cifras sorprendieran a las autoridades estatales y religiosas, pero cualquiera haya sido la situación, parece un hecho que la prostitución era una actividad establecida en las ciudades chilenas, no una excepción.

En cambio, las alumnas de periodismo y comunicación social María José Porto y Carmen Luz Rivera, en su tesis “La prostitución de la clase media en Chile. El paso del burdel al sauna”, sí consideran posible y razonable un aumento efectivo de la actividad prostibular durante el mismo período. Presentada en 2003 en la Academia de Humanismo Cristiano, dice el estudio a este respecto:

Pero no por nada el tema adquiría especial relevancia por esos años, ya que diferentes factores económico sociales hacían que la prostitución comenzara a desplegar su acción con rapidez por las ciudades. Se entiende más claramente el fenómeno al descubrir que ya durante el siglo XIX, con la crisis de la economía campesina y la instauración de formas de economía capitalistas, un gran número de personas se vio obligado a deambular de un lado a otro en busca de oportunidades en los centros urbanos, provocando con ello la masificación de una clase obrera interesada en el entretenimiento propio de los servicios sexuales y, asimismo, la proliferación de mujeres dispuestas a vender su cuerpo para subsistir.

Otro factor de posible influencia en el aumento de los índices de prostitución se desprende de las páginas de trabajos como “Emigración e inmigración en Chile”, de Gilberto Harris Bucher. Aunque sin referirse al tema del mercado sexual propiamente dicho, dice allí el autor que pudo haber una introducción de relajos morales por parte de extranjeros llegados en el siglo XIX, con una exposición que echa por tierra el extendido mito sobre el encanto que habría tenido la sociedad chilena con los inmigrantes europeos (en realidad, atacados y acusados frecuentemente por sus conductas) o la creencia de que estos no llegaron a incorporarse a las clases obreras ni al bajo pueblo. Además, mucha influencia directa o imitativa provenía desde Europa en ciertos aspectos de la cultura popular, especialmente de Francia desde el tercer tercio del siglo XIX en adelante, algo que también se notó en la constitución, estética y modelo funcional presentado por los burdeles criollos. Parte de esto se puede advertir en las páginas de “La cultura chilena” de Hernán Godoy, por cierto.

Con relación a lo mismo, se sabe que hubo por entonces muchas trabajadoras sexuales provenientes de países eslavos, como era el caso de algunas rusas reclutadas en el ambiente. Gonzalo Vial Correa dice en “Historia de Chile. 1891-1873” que también se habían asilado en las casitas de los principales barrios prostitutas de origen polaco y húngaro, identificando -de paso- como una prostitución afrancesada a la que se veía en calles como Nataniel Cox, Eleuterio Ramírez, Jofré o el desaparecido barrio El Pedregal, en la entrada de la actual avenida Portugal.

Si paseamos por casos policiales en donde participaba aquel elemento extranjero, encontramos datos interesantes a principios de septiembre de 1930, cuando fueron capturados dos ominosos proxenetas: el francés Charles Chopin y el chileno nacionalizado cubano Carlos Andrade, ambos caídos por trata de blancas, explotación de mujeres y hasta posibles vínculos con la siniestra red Zwi Migdal que, compuesta por mafiosos inmigrantes judeo-polacos dedicados a la prostitución forzada de adolescentes eslavas, justo había comenzado a ser desbaratada en Buenos Aires. Andrade fue atrapado por agentes de Policía Internacional en una casa de la calle del Pedregal, precisamente, en donde explotaba y abusaba de una residente. Posteriormente, a fines de agosto de 1934 fueron detenidos por la Policía de Investigaciones cuatro argentinos que intentaban establecer algo parecido a una sucursal chilena de la misma Zwi Migdal, o al menos eso se especuló entonces. No fueron pocas las veces en que aparecieron ciudadanos platenses involucrados en trata de blanca y prostitución forzada en Santiago, dicho sea de paso.

Sin embargo, no está por demás observar que René Salinas Meza comenta en “Población y sociedad. Chile (1880-1930)” que, ya pasado el Centenario Nacional, sólo una de cada diez prostitutas en el circuito chileno era extranjera, por lo que aquellas influencias quizá no se notaron mucho en el origen del recurso humano disponible en el área, aunque sí en muchas cabronas y dueños de cafés clandestinos quienes sí fueron advenedizas logrando regentar negocios de remolienda y sexo.

Otra característica interesante del período a inicios del siglo es la presencia de una categoría de prostitutas que podríamos llamar “profesionales”, dedicadas más formalmente al oficio y diestras en el mismo campo laboral, con todos los elementos que se hacen típicos en el ejercicio del mismo. Sin embargo, persistían también las que pueden ser definidas como prostitutas “a medias”, no de tiempo completo o dedicación especial, quienes optaban por una vida más licenciosa de existencia tal vez en la misma proporción de las necesidades de supervivencia que las recreativas. Eran, por lo tanto, más acordes a lo que se estigmatizaba antes como las mujeres “de mal vivir” o incluso fáciles, a las que también se denominaba en la jerga con motes tales como chinas, valiéndose de otro nombre tomado desde la terminología más folclórica para llevarlo a los reinos de la huifa o remolienda.

"El Salón de la Rue de Moulins", de Henri de Toulouse-Lautrec.

Postales eróticas internacionales, de principios del siglo XX. Muestran elementos muy típicos de los lupanares clásicos, como los jarrones decorativos y telas.

"Niñas" de un clásico lupanar. Imagen publicada por "Las Últimas Noticias" en 2008.

"Flores de fango del jardín de la calle Maipú", decía al pie de la imagen la revista "Corre Vuela", mostrando a las muchachas residentes de un burdel a inicios de 1908.

A las mismas clasificaciones Jorge Délano, el ilustrador y cronista Coke, agrega en sus memorias "Yo soy tú" que las huifas de primera categoría se denominaban por lo corriente casitas de diversión, mientras que las de segunda categoría eran las casitas de tolerancia propiamente tales, y las ubicadas en peldaños todavía más inferiores correspondían a los lenocinios. En todos los casos, sin embargo, tanto para el pobre como para el rico la aventura sexual y furtiva siempre iba de la mano con conceptos de fiesta y alegría.

Aquellos eran rasgos inseparables de la clásica y más romántica propuesta prostibular de entonces: niñas “felices”, barrio “alegre”, casa “de risas” o “de gastar” y chuscas o chinas como sinónimo de prostituta, mujer fácil o “de mala clase”, entre otras expresiones. De ahí viene, entonces, el que la prostitución quedara nominalmente encadenada en el mismo período a voces de la jerga popular chilena orientadas a describir el ambiente de felicidad y celebraciones con música, comida, bebida y jarana de estilo chinganero o fondero, unas de origen indígena, otras criollas y algunas europeas: remolienda, cahuín, tamborileo, burlesque, sandunga, chusquiza, caramba, zamba canuta, tambo, farra, tamboreo y huifa

Aquella correlación o paralelismos de conceptos análogos a fiesta y alegría pueden provocar cierto grado de confusión, sin embargo: a veces, la crónica se estrella con la duda de si una referencia sobre la remolienda o la huifa se refiere al relativamente más inocente ambiente folclórico de algunas quintas, posadas y casas de canto de la época, o si alude con la terminología directamente a la que involucraba actividad sexual remunerada. Es algo comprensible para todo aquel que no participó de los códigos, por supuesto.

Lautaro García, en su convincente y entretenido caudal de memorias titulado “Novelario del 1900”, comenta la existencia de otros viejos burdeles del cambio de siglo ubicados por el borde del río Mapocho, entre calles Puente y San Antonio. Se trataba de escondites muy pobres y asociados a la morralla de la vida en los conventillos y a los deplorables “cuartos redondos” alrededor del Mercado Central. Agrega Armando de Ramón, por su lado, que también se denunciaba por allá la presencia de los llamados cafés chinos o asiáticos, otra forma que asumía la clandestinidad de algunos lupanares y casas de citas. Volveremos hasta este tema en algún próximo artículo.

En 1902 Augusto d’Halmar publicaba su obra “La Lucero (Los Vicios de Chile)”, que posteriormente será llamado “Juana Lucero”, correspondiendo a una narración de “estudio social”, según la definió su autor, con enfoque costumbrista urbano y estilo naturalista. Trata allí sobre la vida de una prostituta adolescente y huérfana llegada a barrio Yungay en Santiago, hija de una infortunada y pobre costurera que se enredó con un irresponsable diputado de la élite política, aventura de la que salió engendrada la protagonista.

En aquel libro de D’Halmar, su ópera prima entre las publicadas, encontramos también la que debe ser una de las primeras descripciones de una casita alegre más moderna y típica disponibles en el género narrativo nacional. En este caso, correspondía a un ficticio lenocinio que operaba como casa de costuras en el día, regentado por la viuda misiá Adalguisa Albano de F., afrancesada madame quien también se presentaba como modista:

Ante esa conocida casa verde con estucos de yeso, cuyas dos cerradas ventanas se abren y se iluminan por la noche como nictálopes ojos de mochuelo, descendió la pareja, aguardándoles el coche mientras Arturo llamaba resueltamente a la puerta... (...)

Los condujo hasta un salón pequeño, abriendo el mechero de gas que estaba a media luz. Después volvió a mirar a Juana y salióse de la pieza (…)

Mientras tanto, Juana observaba los muebles de la sala, de buen gusto; y los cuadros que tenía en las paredes. Sobre todos le llamó la atención un retrato escotado, con dedicatoria: “A Isidoro” y una oleografía en que, ante una niña, sonrientemente dormida, Cupido, con su carcaj en el muslo y dos alitas en los hombros, hacía bailar a un bello joven, colgándole de un hilo. Por feo contraste, al otro lado del lecho, un vejete inclinábase para besar a la soñadora, que inconscientemente extendía el brazo hacia la bolsa de oro que él dejaba sobre el almohadón (…).

Atravesaron un jardín cuidadísimo, con plantas chiquitas, imitando los parterres ingleses, y en el pasadizo que conducía al segundo patio, subieron por una estrecha escalera. A la distancia veíase una pieza fuertemente iluminada, de donde salían risas, ruidos de cristales, de cubiertos.

El contenido de semejante novela que incluye también abusos emocionales y sexuales, causó gran controversia en su tiempo, adelantándose por varios años además a las obras que Joaquín Edwards Bello hizo apuntando a la misma clase de temáticas y ambientes, como “La cuna de Esmerado” y “El Roto”, de 1918 y 1920, respectivamente. Más tarde se irán sumando a la tendencia de incorporar las materias de la prostitución en las narraciones otros autores como Manuel Rojas, Nicomedes Guzmán, Alberto Romero, Luis Cornejo, Oscar Castro, Jorge Inostrosa, José Donoso y Luis Rivano, entre varios más, hasta terminar siendo algo bastante recurrente en la literatura criollista, social o costumbrista. Hay un registro interesante de estas apariciones literarias de las prostitutas en el trabajo titulado “Las dimensiones urbanas de la prostitución en la literatura de los bajos fondos en Santiago y Valparaíso a mediados del siglo XX: territorios, trayectorias y geografías del poder”, de María de los Ángeles Fossatti Masaferroe y Gricel María Labbé Céspedes, publicado en la “Revista Historia y Justicia” N° 19 de 2022.

En tanto, cierta forma más novedosa de pobreza y marginalidad cundía en la sociedad chilena del Régimen Parlamentario, a pesar de las grandes riquezas que percibían el fisco y los inversionistas privados de la industria salitrera. Se calcula que hasta tres cuartas partes de la población santiaguina aún vivía en pobres poblaciones y conventillos, con regímenes comunitarios carentes de servicios básicos, higiene, agua potable y ni hablar de comodidades. Intentando actualizar el progreso anclado en tanto retraso, don Benjamín Vicuña Mackenna ya había querido erradicarlas en tiempos de su intendencia, llegando a tomar medidas bastante radicales con aspectos de la diversión popular, pero la miseria material y moral dominaba también a las clases más humildes en esos años. Hizo quemar rancheríos completos que eran explotados por algunos inescrupulosos con regímenes de arriendo, además. Sin embargo, no se había avanzado tanto como las autoridades hubiesen querido a inicios del siglo XX, cuando la falta de escolaridad y la vagancia anticipaban futuros todavía más desoladores para la sociedad santiaguina.

El mismo año en que era publicado "Juana Lucero", por ejemplo, se denunciaba la presencia de prostíbulos clandestinos violando las restricciones a la cercanía de ciertos recintos institucionales, contrariando así las exigencias vigentes en la reglamentación. En el trabajo “Ganar con el cuerpo” de Ana Gálvez Comandini, por ejemplo, se menciona una carta del prefecto de la policía en la que se indicaba la existencia de casas para la prostitución en calle San Isidro 65 y 69, a escasa distancia de la Alameda y ubicados enfrente de la Escuela Superior N° 9. Estos negocios eran de las cabronas Sinforosa Gajardo y Elena Duval, respectivamente. 

Otras veces, sin embargo, las propias regentas eran objeto de abusos por parte de los agentes de inspecciones, en el contexto de vigencia para la señalada regulación de 1896. Esto habría sucedido a la patrona María del Carmen Latorre quien, con su lupanar en calle de la Luna 1719, recibió impertinentes visitas de guardias de policía con el pretexto de revisar los controles sanitarios, en abril de 1903. No fueron pocas las veces en las que hubo otros funcionarios intentando pasarse de listos con sus atribuciones en los burdeles, según parece.

Como otra demostración del afán de esos días por tratar de regular el ejercicio de la prostitución en las ciudades chilenas cabe observar que, ese mismo año, la Municipalidad de Chillán iba a establecer con fecha 29 de diciembre un reglamento que prohibía a las casas de tolerancia instalarse en un sector específico de las calles Gamero, Deuco, Cocharcas e Independencia, además de las vías Arauco, Dieciocho de Septiembre, Arauco y Constitución. Esto se tradujo en un pleito judicial de varios meses entre la vecina Matilde Rojas, quien tenía su casita en la esquina de Purén y Arauco, y el alcalde Francisco Ramírez Ham, luego que este, alegando cumplir con su obligación, ordenó en julio de 1907 que la mujer desalojara el lugar señalado en un plazo de 15 días. A pesar de sus esfuerzos y testarudeces, la sentencia resultó adversa a la pertinaz Matilde.

Para cerrar este capítulo, cabe señalar que el “Manual del viajero. Baedeker de la República de Chile” nos aporta la siguiente descripción -breve, pero que se nos figura bastante precisa- de la prostitución en la capital chilena ya en 1910:

…en todos los barrios de Santiago existen casas de diversión en las cuales, fuera de su género peculiar, sólo hay servicios de licores. Las direcciones de estas casas las tienen por lo general todos los cocheros del servicio público.

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