La tradicional Victrola era la protagonista de las tardes bailables en el cuartel de la tía Mimí, en calle Lingue.
Ya hemos intentado retratar acá lo peligroso y temible que llegaba a ser el ambiente del callejón Lingue, ubicado a espaldas del Teatro Caupolicán en barrio San Diego cerca de avenida Manuel Antonio Matta. Hoy llamado Lincoyán Berríos, esta calleja fue famosa no sólo por sus históricos burdeles a veces disfrazados de cantinas, sino también por las varias ocasiones en que se mancharon de sangre sus pavimentos o duelas dentro de los inmuebles. Sin embargo, como sucedía también en Los Callejones o en Vivaceta, dicha mala fama y relaciones con los bajos fondos eran parte de la misma aventura nocturna entre sus muchas casitas de tolerancia formando una verdadera continuidad de huifas, en residencias ya sometidas a la vida familiar y aún existentes por el costado oriente de la misma calle.
La llamada tía Mimí fue una obesa y simpática cabrona que había llegado a instalar en esa cuadra mágica del barrio uno de los más conocidos y solicitados burdeles del mismo sector. Muy querida y risueña, parece haber destacado entre todos los demás que anclaron y dejaron huella histórica en la corta vía, además. Había estado presente en los mismos años cuando la Ñata Inés también atraía a clientes hasta sus comedores en calle Eyzaguirre y cuando el restaurante Cola de Mono ofrecía sus ponches con pan de Pascua enfrente de la Plaza Almagro, en el apogeo de la bohemia de aquellas noches en calle San Diego.
Los testigos de la más clásica bohemia de aquel barrio de candilejas y compañías de revistas aseguraban, hasta hacía algunas décadas, que el lupanar de marras atraía a muchos de los intrépidos llegados también desde las funciones de espectáculos en el vecino teatro, así como de las varias cantinas y quintas que había en el mismo barrio, entre las mismas antípodas de Plaza Almagro y avenida Matta. El nombre de aquella regenta, Mimí, no sería ficticio y sí habría sido conocido entre aquellos visitantes de Lingue, entonces. Sin embargo, lo que ha quedado para su recuerdo proviene principalmente de lo que mencionó sobre el mismo -y dentro de un contexto novelado- el escritor Armando Méndez Carrasco, en su célebre “Chicago chico”, que tan útil ha resultado a nuestro trabajo de investigación sobre el antiguo ambiente de la diversión prostibular.
Si bien la huifa de aquella cabrona (o la que inspiró la mencionada obra literaria en la misma calle Lingue) no habría sido de una vida tan prolongada como sucedió con otros de su tipo en el mismo barrio, según lo que entendemos, es claro que tuvo gran relevancia y popularidad en la ruta del placer del sector de San Diego y sus adyacentes. Puede haberse tratado, acaso, del más conocido lenocinio que se podía hallar en la calle Lingue, típico representante de las casitas de su tiempo y con todos los elementos propios, aunque poco quedara para el recuerdo: algo apenas más acabado de sí, pues, además de lo que dejó Méndez Carrasco, mucho de él estuvo albergado en la fragilidad nebulosa y efímera de las memorias de ancianos que ya han partido. Sí es claro que, para los valientes que llegaran a la calle desafiando su pésima fama y muy reales peligros, el burdel parecía un premio al esfuerzo y un saludo al empeño.
De acuerdo a lo escrito por el autor, entonces, la Mimí disponía de sesiones bailables para las que se echaba a andar una vieja victrola tocando el jazz de grandes big bands norteamericanas. Este aparato parece haber sido característico y protagonista de aquellas fiestas en el lupanar. Su indiscutible carácter clásico se vigorizaba con la presencia de poncheras o guagüitas, cortinas y espejos, además. Entre sus asiladas estaban también Chabela y Olga, esta última especialmente cotizada por los bohemios de entonces, aunque se tratara de una hembra con comportamientos un tanto impulsivos y desordenados.
Espejos, lavatorio, jarrones, cuencos y estatuillas... Fotografía erótica antigua.
"Piano Bar", obra de Alberto Sughi. Fuente imagen: sitio Pintores y Pinturas, de Juan Carlos Boveri.
La ex calle Lingue en la actualidad, a espaldas del Teatro Caupolicán, vía en donde tuvo su base de operaciones la tía Mimí.
El descrito ambiente de hospitalidad y seguridad interior en el refugio muy probablemente contrataba con el descrito rasgo más peligroso que podía llegar a tomar posesión de Lingue. De este modo, imperaba adentro de la casita no sólo ese grato sentido de cobijo, sino también el cálido clima de risas y alegrías desplegadas tanto por los concurrentes como por las asiladas, en el que participaba mucho también la regenta, como dice el escritor:
En casa de Mimí, la juerga se iniciaba a medianoche. Se bailaba a los compases de la ortofónica victrola. Podíase, con alguno alborozo para mí, escuchar de tarde en tarde, “Mood indigo” que Duke Ellington, famoso pianista de color, había compuesto en colaboración con Barney Bigard. Entonces encontraba hermoso aquel ambiente. Bebíase en casa de Mimí ponche arreglado por el Lalo; este era un homosexual de nota.
Numerosos salones tenía esta casa de prostitución; en ellos sobresalían los espejos con una marquetería de bronce, sillones desteñidos y mesillas de formas caprichosas. En estas el gracioso maricón iba colocando las guagüitas.
En el argumento de la misma novela, Mimí había corrido a una asilada que es personaje relevante del relato, “por haber cagado a un pituco”. Y, como muchas cabronas de su tiempo, tenía por asistente de confianza a un maricón: el mencionado Lalo en este caso, con ciertas atribuciones de director artístico para las niñas residentes. La muy débil condición de macho de este asistente aseguraba que no hubiera abusos ni aprovechamientos jerárquicos, como también sucedía en otros tradicionales lenocinios criollos.
A mayor abundamiento, Lalo “no escondía sus arrestos femeninos” luciendo manos muy finas, pestañas largas, labios rosados y contorneándose como lo haría una bailarina afrocubana. Durante las señaladas fiestas con música también alentaba a las niñas diciéndoles: “Ya pues, chiquillas, hay que mover el potito pa’ calentar a los pitucos”. Al niño le encantaba coquetear con los parroquianos más juveniles o inexpertos, además, incomodándolos con frases como: “Ya, joven, no me queme con ese fuego malulo que me descuece el chico”, cuando alguno de ellos lo miraba. Y, como expresión de agradecimiento, a veces decía también: “¡De su mano, puñaladas!”.
Corresponde señalar que hemos tenido noticias de
otras tías Mimí entre la clásica remolienda regional de Santiago y de Chile en general. Sin
embargo, suponiendo que este era efectivamente el apodo propio que usaba la gran
cabrona de Lingue ante su distinguida clientela, no parecen tratarse aquellos casos del mismo personaje,
ni de la misma época. Si hubo más de una, entonces, lo fue de la misma manera
que hubo también tantos Cabros y Negros entre los criminales de
los bajos fondos, por ejemplo.
Como sucede con el recuerdo de varios de los otros burdeles que enseñorearon la actual callejuela Lincoyán Berríos, no nos fue posible precisar la dirección exacta de la tía Mimí con el burdel que inspiró su relato en la obra de Méndez Carrasco. Ni siquiera se puede confirmar ya si la casa que ocupó existe aún, dadas algunas intervenciones experimentadas por la misma cuadra. Quisiéramos creer que se trata de algunas de las residencias que aún sobreviven en esa vía, mirando hacia la espalda del Teatro Caupolicán, pero todos los testigos de aquella remolienda de seguro ya no están entre nosotros como para confirmarlo o refutarlo.
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