ALGO MÁS QUE CANDILEJAS EN CALLE SAN DIEGO

Cruce de calle San Diego con Alonso de Ovalle, en revista "En Viaje" de mayo de 1968. Los edificios antiguos que se ven han desaparecido total o parcialmente.

Dijimos en otra parte de este sitio que la calle San Diego de Santiago había comenzado a recibir las chinganas y casas de diversiones de la ciudad especialmente durante la intendencia de don Benjamín Vicuña Mackenna, pues la idea de las autoridades era sacar a aquellas del cuadrante más céntrico de la ciudad capital. La primera gran atracción del público allí, más formalmente hablando, parece ser un local de recreación llamado Teatro Circo Popular: fue inaugurado en 1873 en lo que era la actual esquina nororiente de San Diego con avenida Matta, misma a la que llegó después la Escuela Arriarán.

Armada ya de tal prestigio y gozando de una relación creciente con las actividades artísticas, la calle experimentaría un auge de importancia y concurrencia tras aquellas medidas y cambios, continuando la tendencia de tal manera en el tiempo que fue conocida incluso como la Pequeña Broadway de Santiago, pues reunía una gran cantidad de teatros y centros artísticos en un circuito al que pertenecerán también el Teatro Esmeralda, el Caupolicán y el Cariola (ex SATCH), entre otros. Conocidos fueron los casos del salón Folies Bergere y los cines Almagro y Mundial de Plaza Almagro, además, así como teatros Roma (posterior bar Las Tejas), la Sala del Instituto de Extensión Musical (IEM, después Teatro Silvia Piñeiro y hoy Cine Arte Normandie) y los extintos teatros Popular, Cine Sur, Imperial y Pigalle, entre otros que llenaron de luces centelleantes todas esas cuadras por un largo período, hasta inicios de los setenta cuanto menos.

Retrocediendo un poco, cabe indicar que entre los pioneros del ambiente de espectáculos que habían tomado posesión del barrio estuvieron también el Teatro Romea, fundado en 1894 en el 282 de San Diego; después vino el Teatro de Variedades de la Sociedad Andrés Bello, que hacia 1908 aparecía en la prensa por sus grandes bailes, veladas musicales y actividad social en el 154 de la misma calle. Célebre fue también el American Cinema, uno de los primeros teatros-cinematógrafos del país, el que entró en funciones en 1912 y cuyo viejo edificio aún existe en Alonso de Ovalle con Prat. La leyenda -con algo de cierto y también algo de exageración- aseguraba que muchas de las chicas de las compañías bataclánicas aparecidas como coristas o bailarinas de apoyo en dichas salas eran, por entonces, seleccionadas desde la misma actividad sexual que llegaría a buscar suerte en esas cuadras.

La magia de las candilejas se combinaba así con los cafés, cabarets, “filóricas”, salones de baile, restaurantes, parrilladas y toda clase de propuestas recreativas haciendo furor desde los años treinta en San Diego. Ahí estuvieron el Miss Universo en la segunda cuadra, El Oasis en la primera, el Bar Carola más al sur, el Barcelona su vecino, el Cola de Mono de Plaza Almagro, el café y dancig club Juanito en Mencía de los Nidos y también un lado de la plaza, el Gato Pardo en el Teatro Esmeralda, la brava fuente de soda El Bambino en la entrada del conventillo del 930, el Club de la Medianoche en la esquina con Matta, etc. Incluso establecimientos no ligados directamente al ambiente recreativo, como la histórica Casa Amarilla de venta de instrumentos o las galerías de libros, formaban parte de las atracciones para los mismos aventureros que se arrojaban sobre aquel campo fértil.

Como era esperable, entonces, la presencia de prostitutas, moteles, pensiones, cabarets y clubes nocturnos se hizo patente también en la Pequeña Broadway, tocando con energía algunas calles como Cóndor y Eleuterio Ramírez, en donde ya existían algunas casas de tolerancia más o menos conocidas hacia 1910-1920. Otras vías saturadas de la oferta de remolienda eran Eyzaguirre, Diez de Julio e incluso la propia avenida Matta, en las puertas del barrio Matadero que tenía su propio ambiente de huifas, bares, cafés y quintas sirviendo al encuentro entre chiquillas y clientes.

Un temprano y extraño caso policial quedaría al descubierto en esos territorios cerca de la Navidad de 1917, específicamente en uno de los burdeles de calle Cóndor. Correspondían a la casa de tolerancia de doña Laura Riveros Reyes, en el 939 entre Serrano y Arturo Prat, habitada por las asiladas Carmela Fuentes Olguín y María Luisa Infante. Según “La Nación” del domingo 23 de diciembre, Carmela había estado saliendo con un muchacho aprendiz de peluquero y bueno para bailar cueca, por quien estaba interesada también María Luisa. Cuando la primera decidió alejarse del chico y dejar el campo abierto para el corazón de su compañera María Luisa, esta sugirió celebrar la amistad de ambas con un brindis de jerez español… Sin embargo, Carmela cayó gravemente hospitalizada a las pocas horas: María Luisa, celosa y temiendo que el chico se volviese a interesar en su ex querida, la había envenenado con la copa de vino, terminando así ante la justicia.

Con rivalidades menos exageradas, muchas de las meretrices de la zona captaban clientes en la misma calle o entre las mesas de los varios boliches durante los años que siguieron. Algunas mantenían comportamientos delictivos propios del barrio bravo de San Diego, sin embargo, especialmente las más marginales. En la primera edición de “Ni por mar, ni por tierra”, el escritor Miguel Serrano menciona la presencia de aquellas prostitutas en las primeras cuadras de su bohemia y candilejas. Recordando sus encuentros con los otros jóvenes poetas fundadores de la Generación Literaria del 38, hacia 1933 en el café Miss Chile que se encontraba en la segunda cuadra de San Diego (hacia donde está ahora el llamado Mall Chino), dejó escrito Serrano:

Nuestra ciudad posee algunas calles extrañas, que extiende sobre ellas una especie de halo singular. Hay que saber encontrarlas.

Hace cerca de trece años, una noche, yo caminaba despacio por una de esas calles. Iba en busca de mis amigos, allá, en un restaurante de los barrios nocturnos. Sobre mis hombros, a modo de capa, llevaba el abrigo y me apoyaba en un bastón. Demasiado reciente todavía mi enfermedad de una pierna, marchaba cojeando. Crucé varias calles sin toparme con nadie y al fin desemboqué en San Diego, iluminada y viva a esa hora, con los anuncios de los cafetines, de bares y de salas de billar. De trecho en trecho el aviso de un hotel lúgubre, destacaba la figura de alguna mujer trashumante, que hacía brillar un objeto, insinuando una invitación en la sombra. En una esquina hube de detenerme, pues tres mujeres me cerraron el paso sonriendo, y me hablaron. Una de ellas me cogió del abrigo y las otras miraron mi bastón. Me invitaban. Presentí lo que sucedería. Me arrebatarían el abrigo y luego se alejarían de modo que yo no pudiera darles alcance. Hice un movimiento brusco y me despedí del grupo, entrando en la zona de la luz y abriendo la puerta de una cafetería sobre la cual podía leerse un letrero que anunciaba: “La Miss Universo”. Adentro, en un rincón, estaban mis amigos.

Otras prostitutas, sin embargo, eran fueron más amistosas y recibían con enorme hospitalidad a los clientes en sus lupanares, manteniendo un estilo “a la antigua” y el ambiente de amistad con los clientes como era la usanza tradicional de los burdeles. Este buen rasgo se veía también en casos de varias calles paralelas a San Diego, por ambos costados del sector tramo principal de los teatros, haciendo difusos sus límites con otros barrios vecinos de prostitución.

Calle San Diego vista hacia el sur desde la proximidad de la Alameda de las Delicias, en diciembre de 1921. Fuente imagen: álbumes fotográficos históricos de la compañía Chilectra.

Vista del Cola de Mono y la casona enfrente de la Plaza Almagro, en sus buenos años. Fuente: revista "En Viaje".

Vista de la antigua Plaza Almagro hacia la Parroquia del Santísimo Sacramento, desde la esquina de Inés de Aguilera con Gálvez (hoy Zenteno), hasta donde llegaba entonces su área verde. Fuente imagen: Lacunza barrio de Santiago (blog).

Aspecto original que tenía el Teatro Satch/Talía en 1954. Se anuncia a Lucho Córdoba entre las estrellas de la ocasión. Imagen publicada por Pedro Encina en sus colecciones de Flickr "Santiago Nostálgico".

Fachada del Hotel Chile de San Diego cuadra del 300, en 1969, en imagen del diario "La Nación".

Buena parte de la actividad nuclear de esa entretención profana alcanzaba también a vías cercanas como San Isidro, Serrano desde la tercera cuadra hacia el sur, Prat y Santa Cruz. Allí el oficio permaneció prácticamente incólume por algunas décadas más, de hecho, cuando ya habían aparecido nuevos teatros reforzando la concentración de espectáculos y marquesinas luminosas en San Diego, como el Roma y su vecino el Cariola. Sin embargo, la existencia de tantas casitas de remolienda, moteles para citas y clubes sirviendo como lugar de encuentro en esas mismas vías o sus alrededores era la que atraía también público: a las muchas mariposas de menor categoría y a los nuevos pasajeros, varios de ellos usuarios de establecimientos clandestinos o alojándose en pensiones realmente mugrosas de aquellos barrios. Las primeras siempre andaban buscando clientes entre los segundos, se sobreentiende.

Como sucedía también con muchas otras chicas del ambiente, cierta niña llamada Olguita se erigía como una de las estrellas del barrio de los años de apogeo, trabajando como bailarina de espectáculos nocturnos en La Buenos Aires, una famosa “filórica” ubicada en San Diego llegando a Pedro Lagos muy cerca del Liceo Manuel Barros Borgoño, conocida como un salón musical atestado de prostitutas y lanzas. Mencionada por Armando Méndez Carrasco en “Chicago chico” y con indicios de que no tratarse de un personaje ficticio, Olguita también se presentaba en el Folies Bergere de la Plaza Almagro.

Aquella dualidad de funciones laborales de las chiquillas no era extraña, haciendo convivir el trabajo sexual con el de espectáculos, como hemos dicho. Llegó a tales grados que, cuando comenzaron las funciones de revistas de la compañía Burlesque en el desaparecido Teatro Diez de Julio, en el 319 de la misma avenida con este nombre, algunas bailarinas y nudistas de su elenco a fines de los cuarenta eran muchachas que trabajaban también en cercanos “barrios rojos” como Los Callejones y la misma San Diego, precisamente. No pocas veces, las más populares acababan siendo reconocidas por los propios varones que iban como parte del público a las salas y que antes las habían tenido al alcance de sus intrusas manos.

Los moteles con la “H” purificadora, en tanto, fueron otro de los negocios más rentables del mismo barrio de San Diego hasta bien pasado el medio siglo, cuando los conceptos de los viejos cafés chinos y las casas de citas ya quedaban obsoletos. Algunos tenían pretensiones de elegancia e higiene, pero otros eran verdaderos chiqueros por los que parecía nunca pasó jabón o detergente, lesivos al olfato según los testimonios. Al comenzar a decaer la época de las prostitutas del barrio e irse envejeciendo irremediablemente las otrora atractivas chiquillas, además, la ruina alcanzaba también para ser compartida con este rubro hotelero, haciendo que los refugios del amor sibilino se volvieran todavía más oscuros, pecaminosos y con presencias polémicas, inclusive reñidas con la ley.

Uno de los más populares llegó a ser el Hotel San Diego, por el 413 en la calle, conocido también como residencia de maleantes entre los que estuvo un mecánico sordomudo quien, en abril de 1950, asaltó violentamente con un secuaz (también sordo) a un conductor en avenida Bilbao llegando a Pedro de Valdivia. Otro era el Hotel Chillán del número 79, pero se incendió en una madrugada a fines de octubre de 1940. El fuego comenzó en un segundo piso y en las habitaciones 9 y 11, en donde misteriosos pasajeros habían dejado varios paquetes, sospechosamente. La propietaria, doña Matilde Palavecino Soto, intentó detener en la ocasión a los ocupantes que escaparon justo al inicio del siniestro, siendo detenida e interrogada por la policía junto a su hermano José, pues el incendio parecía intencional, probablemente para afectar las vecinas imprentas del diario “El Imparcial”. Los encargados habían trasgredido la normativa al no empadronar a los ocupantes que podían ser los autores.

Otros graves incidentes tocaron a uno de aquellos escondites de la pasión remunerada en la misma calle San Diego, ya al final de la época de la clásica huifa santiaguina: el Chile Hotel, que ocupaba los altos del inmueble que existió en la numeración 323-341. Imbuido desde sus orígenes de la intensa actividad bohemia de la misma calle y propiedad de la española Catalina Arabia Paredes (Parrera, en ciertas fuentes), sus cuartos guardaban muchos de los secretos de la misma remolienda asentada de aquellas manzanas, aunque por algunos veteranos recordada con tanta romantización e idealizaciones que quizá no lo retratan de manera muy precisa, sospechamos. El hotel contaba también con servicios propios de pensión y cocina, desde su apertura según se deduce por los avisos de prensa antiguos.

En 1969, el nombre del Chile Hotel saltó con gran estrépito a los medios de prensa: el viernes 25 de abril, hampones que estaban pernoctando en una de sus habitaciones amenazaron armados a dos agentes de la Policía de Investigaciones que intentaron darles captura en el mismo lugar. Lograron escapar así, poco después de haber realizado un espectacular asalto al Banco de A. Edwards y Cía. de Alameda Bernardo O'Higgins 2682, atraco por el que eran perseguidos. Este caso tuvo cobertura y fue mencionado en el libro "Los cien rostros de don Mario" de Ignacio González Camus. La policía había llegado al Chile tras recorrer y revolver varios otros hoteles en busca de los escurridizos asaltantes.

Un deplorable suceso involucró también al entonces conocido Café El Mundial de San Diego, vecino a la Plaza Almagro, boliche de bravos y vividores habitantes de aquel manglar atestado de chiquilllas. Una fatal riña en la madrugada del 26 al 27 de julio de 1971 terminó con sacada de cuchillos entre el maleante conocido como Emilio Morales Lobos, alias El Indio, y otro apodado el Pelao Jorge. Aunque este último intentó escapar por San Diego y luego rumbo hacia el oriente, tras una extensa carrera a pie fue alcanzado por el delincuente habitual y los amigos de este en la calle Virreinato, paralela a Argomedo entre Vicuña Mackenna y Fray Camilo Enríquez, recibiendo siete puñaladas como escarmiento por lo que sea que provocó la pelea. El asesino, de 32 años y residente de la calle Santa Elisa de la población La Legua Emergencia, pudo ser identificado y aprehendido después por agentes de la Brigada de Homicidios.

Era innegable, entonces, que la horridez y la barbarie llevaban largo tiempo apoderándose de esos ya alicaídos barrios de la prostitución y el desenfreno. Mientras crecían sus sombras, además, se apagaban las fachadas de teatro, cada vez menos activas muchas de ellas. La caída del puterío de San Diego y Plaza Almagro no vino sola, entonces: la desaparición fue masiva e incluyó a otras especies de la fauna nocturna, como sus antiguas quintas y, sobre todo, el espectáculo que le había dado identidad por tantos años. Muchos de sus teatros desaparecieron o cesaron actividades en ese mismo período, quedando activos sólo algunos casos como el Cariola y Alejandro Flores, y providencialmente también el Caupolicán, entre otros.

Todavía a principios del actual milenio había algunos servicios de prostitutas en San Diego, hacia el sector de Eleuterio Ramírez, Cóndor y Parque Almagro, aunque nada tenían que ver ya con la remolienda antigua que hemos descrito: se hacían con contactos telefónicos y la atención era en departamentos. Este sistema es mucho más parecido a lo que aún existe en los locales de masajes particulares y otros servicios por el estilo en Santiago Centro y Providencia, aunque ahora los movimientos de primer contacto se hagan principalmente en forma digital, para tales casos. No pertenecen a las generaciones de la remolienda criolla que acá perseguimos, por lo tanto.

A su vez, el decaimiento de la opción recreativa de San Diego con el cierre o emigración de históricos restaurantes y bares como Las Tejas el Café Roma, el Rincón de los Canallas, los Braseros de Lucifer y tantos otros, ha ido oscureciendo a la misma y desligándola de su tradicional bohemia de saledizos con luces. Como consecuencia de esta transformación, ha ido tornándose un barrio más quieto, especialmente con la llegada de nuevos edificios residenciales que mandan al cajón de la melancolía toda aquella época de diversiones que acá hemos descrito.

 

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