Presentación de Páez d'Alphose y su compañía bataclánica en el Teatro Avenida de Santiago, en aviso de "La Nación" de diciembre de 1925. El nombre del artista se relacionó con el final del American Cinema, lamentablemente.
A mediados de los años veinte, Anita estaba enteramente dedicada a la actividad de los prostíbulos en la muy “alegre” calle Aldunate, de cuya intensa remolienda ya hemos hablado algo acá en una entrada anterior. No sólo era este su lugar de sustento, sino también el de residencia permanente para ella, en donde la otrora cotizada chica de los escenarios del vodevil y el burlesque nacionales podía esconder ahora sus penas y frustraciones de una carrera que torció hacia las sombras.
Sucedía que, hasta pocos años antes de caer en el oficio del sexo por dinero, Anita había tenido cierta relevancia como actriz secundaria y bailarina tipo vedette, en el entonces floreciente género de la revista bataclánica en Chile. Se trataba de un espectáculo de frivolidades traído al país principalmente con la imagen del Folies Bergère de París, o al menos a eso aspiraba, y que encontraba algunos de sus primeros espacios de acogida en salas como el Teatro Comedia de calle Huérfanos, el Teatro Esmeralda de San Diego y el Teatro O’Higgins de San Pablo, entre otros. Tiempos perdidos, por supuesto, de un Santiago también perdido.
En su mejor momento, entonces, la ex artista había realizado presentaciones por algunos de esos principales escenarios santiaguinos y que ampararon al género; hasta realizó alguna gira internacional por esos mismos buenos días. Sin embargo, las tentaciones constantes provenientes del ambiente prostibular ofrecidas a las chicas jóvenes, sumadas a las precariedades en que aún se desplazaba el negocio de las compañías de revistas dentro de la escena nacional, la llevó a optar por el comercio sexual dejando fracasados y truncos sus grandes sueños como estrella de artes escénicas.
El escritor nacional Salvador Reyes hizo una descripción de la Anita de aquellos años de decadencia profesional, recordándola en los sesenta en un documento tipeado a máquina que hoy está en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional. En este extraordinario texto, titulado “El desastre del American Cinema”, había nacido para formar parte del libro de memorias “¡Qué diablos! La vida es así...”. Dice allí que la tímida y reservada muchacha era “muy hermosa, pero algo entrada en carnes, lo que no es precisamente un defecto cuando se trata de lucir curvas”, además de ofrecer un “cutis terso, sus ojos brillantes, sus dientes blanquísimos, su simpatía”.
Un día de aquellos, ya resignada a su destino y quizá convencida de que la vida no le daría otra oportunidad de rehacerse como estrella de espectáculos, Anita fue contactada por un grupo de aspirantes a productores liderado por el propio Reyes, quien era a la sazón redactor y crítico de espectáculos teatrales en la revista “Zig-Zag”. Venía con su amigo Guillermo Canales, quien escribía en la página de teatro de “Los Tiempos”, y como estrella principal traían a un artista llegado desde la escena de Buenos Aires, con cabello blanco y más ego que reales talentos vocales: Ríos Páez, de origen español, quien usaba el pseudónimo Páez d'Alphonse.
A mayor abundamiento, Páez había venido a Chile como el reemplazo de Arturo Gálvez, compañero de la estrella argentina Inés Berutti, ya residente en el país, durante sus presentaciones en el Teatro Comedia de Santiago. Sin embargo, su débil voz y algunas diferencias surgidas con la artista lo sacaron rápidamente de cartelera. Herido en su mucho orgullo, se reunió poco después con Reyes y Canales en el restaurante del Centre Catalá del Portal Mac Clure, en donde está ahora el Portal Bulnes de la Plaza de Armas, para proponer un nuevo espectáculo que se presentara directamente como bataclán, concepto todavía poco conocido en el Chile de esos años veinte, pues acá se prefería hablar de revista. Se sumaría al proyecto don Renato Valenzuela, crítico de “El Mercurio” con gran experiencia en teatro, además, asumiendo como director del espectáculo.
Durante las discusiones que realizaron allí en el club de los catalanes y también en el cercano café La Puñalada, los complotados acordaron organizar un espectáculo con uso de la también novedosa pasarela: “una plancha que avanzaba desde el centro del escenario por encima de las butacas de la platea, con objeto de poner a las chicas del coro a alcance de las miradas de los espectadores aún más miopes”, según la describe Reyes. El delgado y enclenque Páez, entonces, debería aparecer allí arriba en perfecto traje de frac, rodeado de bonitas coristas y dos primeras vedettes que también rompieron con la compañía de Inés uniéndose así a los disidentes.
Empero, como aún no había artistas chilenas al nivel de una primera figura para acompañar al cantante y actor, los organizadores barajaron una gran cantidad de posibilidades hasta dar con un nombre, o tal vez una recomendación: la oscurecida Anita de calle Aldunate. Fue así como Páez, Reyes y Canales partieron a conversar con ella en su lugar de residencia, siendo recibidos de manera muy atenta y afectuosa por la muchacha, dentro de su propia habitación. Tras insistir buscando disipar sus temores y resistencias, lograron que Anita aceptara incorporarse, de seguro soñando con la posibilidad de resucitar su carrera artística. Pasó rápidamente los primeros ensayos, poco después.
Gratificados con esta aprobación, entonces, los organizadores ahora podían poner en marcha su ambicioso proyecto, comenzado a trabajar afanosamente en él: Compañía Ba-Ta-Clán, iba a ser su nombre.
Armado ya el equipo, lo primero fue buscar el lugar del debut, quedando reservada la clásica sala del American Cinema, cuyo edificio aún permanece de pie en calle Arturo Prat con Alonso de Ovalle, contorno completo de ese lado de la cuadra hasta llegar a Serrano, en el inicio del barrio Pequeña Broadway con eje en calle San Diego. Este espacio, uno de los más antiguos de Chile en la proyección de películas y que también sirviera a históricas peleas boxeriles y al espectáculo del Folies Santiaguino, mantenía la forma de platea rectangular con gran escenario en una de sus caras anchas. Esto derivada de sus orígenes como salón de pelota vasca o jai-alai, cuando había sido el Frontón de Pelotas desde 1903 y después, hacia el Centenario Nacional, el copetudo Skating Rink con la pista de patinaje más elegante de Santiago. Sus servicios como sala de teatro y espectáculos habían comenzado hacia 1912, y mantenía sus buenas capacidades como sala con esa larga gradería de butacas en plateas y galerías, con aforo para más de 2.000 personas.
El otro escollo de los organizadores era hallar pronto a los inversionistas. Aunque Reyes ya no recordaba bien estos aspectos, su colega Daniel de la Vega se había referido ya al mismo caso aunque con algunas imprecisiones, diciendo que sus “Confesiones imperdonables” que el espectáculo fue tomado un actor peruano llamado Pepe Valero, muy charlatán y desprolijo, quien logró embaucar para ello a un inexperto aspirante a empresario teatral de apellido Salas para que actuara como capitalista. “En realidad, no recuerdo quién puso el dinero para la empresa”, diría Reyes después, al respecto, dejando abierta la posibilidad de que así haya sido. También pudieron sumar como animador de la velada al entonces cotizado humorista Luis Rojas Gallardo, además de las últimas muchachas faltantes para el coro y los músicos de la orquesta.
Interior del American Cinema hacia 1910. Imagen publicada por Alfonso Calderón en "Cuando Chile cumplió 100 años". Fuente imagen: "Residencia Estudiantil de Alonso Ovalle 945" de Osvaldo Luco R. (tesis de titulación).
Publicidad del teatro en la revista "Cine Gaceta", gran aliada del American Cinema y de su cambio de concesión sucedido en esos días del año 1915.
Páez d'Alphonse en una nota del semanario ilustrado peruano "Mundial", edición del 18 de abril de 1924. La revista limeña se refiere a un incidente sufrido por el artista español.
Aviso de las transmisiones en el American Cinema de la pelea entre Luis Vicentini y Johnny Dundee en New York, en el diario "La Nación" del martes 27 de mayo de 1924.
El viejo edificio que albergó al Frontón Santiago, luego al Skating Rink y, finalmente, al American Cinema en la esquina de Arturo Prat con Alonso Ovalle. Acababa de ser restaurado en junio de 2018.
El espectáculo que marcaría el regreso de Anita a los escenarios fue agendado para una noche poco antes del Año Nuevo, según recordaba vagamente Reyes. “El día del debut se abrió la boletería a las diez de la mañana y empezaron a venderse entradas”, escribió De la Vega agregando que, el anochecer, ya estaban todas las entradas vendidas. Como todos los demás compañeros de escena, la muchacha estaba nerviosa pero con la ansiedad hasta las nubes en los minutos de espera y con la platea del American Cinema llena, sintiéndose ya el bullicio de la muchedumbre. Es de imaginar los temblores de sus piernas en la noche de su debut que, en realidad, era la de su ansiado reencuentro con el mundo del espectáculo.
Reyes recuerda: “gritábamos, a través de las viejas calaminas, frases alentadoras a Anita y a las otras chicas, nos reíamos a carcajadas con los chistes de Rojas Gallardo”… Fue entonces cuando apareció el director anunciando que era la hora.
Al alzarse el telón, comienza a sonar la música de la orquesta. Como el primer paso en equilibrio de un caminante de la cuerda floja, este era el punto sin retorno de todo espectáculo: su inicio mismo, sin vuelta atrás ni posibilidad de reiniciar lo que ya va en curso. Tocó salir a Páez, entonces, en perfecta vestimenta, sobrero de copa y fino bastón, fiel a su estilo. Fue bien recibido por el público, principalmente masculino, a pesar de su débil voz y la coreografía un poco descoordinada. También se perdonó el canto “en desacuerdo con la orquesta” ejecutado por las chicas que salieron a acompañarlo. Todo parecía ir bien, a pesar de esos detalles.
Tras el primer intermedio, otra vez con los chistes de Rojas Gallardo y un toque de jazz, Páez vuelve al escenario ahora con la nerviosa Anita, cantando y bailando ambos. La aprobación del público fue la esperada al inicio, pero algo más comenzaría a suceder: algo que los organizadores deberían haber anticipado a tiempo, mas no lo hicieron. Principió cuando algunos de los respetables caballeros presentes comenzaron a reconocer a la chiquilla de sus deslices en calle Aldunate y empezaron a llamarla por su nombre, como observaba con intranquilidad Reyes:
“¡Anita! -gritaba alguno- ¿Te acuerdas de mí?” Anita esto, Anita lo otro... Los piropos eran de una crudeza aterradora.
Algunos espectadores se subían en las sillas y berreaban como locos, otros pretendían trepar a la pasarela. Los dos artistas se batieron en retirada, él siguiendo con sus pasos al compás de la orquesta, pero ella aterrada y al borde de las lágrimas.
Páez d'Alphonse desapareció con ella entre las bambalinas, pero al instante volvió a surgir al frente de las coristas, en un esfuerzo desesperado por aplacar el tumulto. Pero fue inútil. Unos borrachos, botellas en mano, lograron subirse al escenario y empezaron a dar berridos formidables; otros, que parecían haber perdido completamente el juicio, comenzaron a destrozar las butacas de la platea que no eran más que modestas sillas de madera. Los artistas se escabulleron, mientras dos carabineros hacían esfuerzo por restablecer el orden. Era un cuadro que ya se lo quisieran los coléricos de hoy. En realidad, aquel público no se mostraba enfurecido. Al contrario, todos parecían divertirse a sus anchas. Arrancaban las sillas de platea y las lanzaban al aire entre carcajadas y chirigotas, llaman a Anita con unos gritos que debían oírse hasta la Avenida Matta y hacían toda suerte de cabriolas en la pasarela.
Canales había corrido desesperado en esos momentos para llamar a la policía, mientras que Rojas Gallardo había tratado de calmar a la muchedumbre eufórica, también sin conseguirlo. Los tramoyistas bajaban del escenario a los borrachos y la gente más sensata no tardó en abandonar la sala. Los agentes policiales lograron devolver la paz al llegar, pero cuando pocos quedaban ya. En esos momentos, el American Cinema había sido convertido en un desastroso vertedero de sillas rotas, botellas quebradas y la platea partida e inclinada, al haberse fracturado sus resistencias y suspensiones.
Anita, mientras tanto, lloraba desconsolada encerrada en su camerino, al igual que varias de las otras chicas del elenco artístico. No sólo su sueño de retorno a las pistas había naufragado, sino que el miedo y la humillación habían sido traumáticos para la retraída muchacha en aquella funesta noche. Era la peor experiencia de su vida, pero al menos ya había terminado.
Paéz no se rindió, sin embargo: intentó reponer las funciones a partir de la misma noche de Año Nuevo, en el teatro ya sin sus butacas. Como era previsible con sólo una pizca de esa sensatez de la que el actor carecía por completo, fue un fracaso rotundo, con asistencia de no más de una docena de personas; con más policías que público, de hecho. A pesar de esto, logró convencer a otro empresario para financiar a la compañía Ba-Ta-Clán y a la propia Anita para que lo acompañara superando el trauma. Partieron así de gira a Lima, con Valenzuela encargado de preparar los espectáculos. Reyes y Canales, este último fallecido un tiempo después, fueron a despedirlos en la Estación Mapocho “y nos volvimos cabizbajos, pensado que algún teatro limeño sería la tumba de tanto entusiasmo y tanta juventud”.
Encontraremos al infatigable Páez también entre las páginas de la revista
peruana “Mundial” del 18 de abril de 1924: aparece allí con su impecable tenida
artística, provisto de bastón, anteojos redondos y sombrero colero, pero
acompañado de una mala noticia: todos sus equipajes con la indumentaria escénica
habían sido robados recientemente en el teatro del Callao. A pesar de la desventura, a su
elenco en la llamada Troupe Bataclanesca Select Jazz-Band le estaba yendo
bastante bien en Lima, permitiéndose incluso ofrecer algunas funciones a
beneficencia en la misma capital... Anita tal vez seguía allí, esperanzada en restaurar la esquiva carrera artística.
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