UN PASO DECISIVO: EL REGLAMENTO DE 1896

Una pieza clave en toda la semblanza de la prostitución republicana chilena será la elaboración del reglamento municipal para casas de tolerancia publicado, el que fue publicado en 1896. Este instrumento entró en vigencia en la ciudad de Santiago el 1 de agosto y permaneció en aplicación por casi 20 años. Abriría no sólo una nueva etapa para la remolienda criolla, sino que también iniciaría una larga discusión sobre las formas apropiadas de abordar su existencia, misma que se ha prolongado hasta ahora entre los llamados regulacionistas y abolicionistas.

La importancia de aquel hito radica también en que, si bien existían antecedentes de medidas sanitarias formales involucrando a la prostitución en plenos tiempos de la Guerra del Pacífico, cuanto menos, la nueva medida de 1896 se presentaba como un paso decisivo, el más importante y primero de tal magnitud. En efecto, el reglamento marcaría un antes y un después dentro de la misma historia sanitaria y, como consecuencia, la relación de la remolienda con la sociedad chilena en general.

Existe un estudio con información útil al respecto, correspondiente a la memoria de título “De lacra social a proletaria urbana. La novela social y el imaginario de la prostitución urbana en Chile: 1902-1940” (Universidad de Chile, 2011), de la historiadora Ana Carolina Gálvez Comandini, base de su posterior libro “Ganar con el cuerpo”. La autora dice allí sobre aquella medida:

Básicamente lo que el reglamento impone es una organización y estructura para tolerar la prostitución. Ya que si bien, siempre existió prostitución en Chile, el reconocimiento de la misma por parte de las autoridades deja vislumbrar la necesidad de ejercer control sobre un escenario y unas prácticas que se situaban al margen de la ley, con cuerpo y vida propia.

Era la primera vez, entonces, que la prostitución dejaba de ser un ejercicio libre y a la buena de Dios en el país, dando inicio también al concepto de las casas de tolerancia: es decir, los burdeles y centros de actividad “tolerados” por la autoridad. Entre otras medidas, el reglamento impedía la venta de alcohol en estos lenocinios y exigía que no estuviesen a menos de 150 metros de escuelas, cuarteles o iglesias, además de impedirles atender clientes menores de 18 años. Sus residentes debían estar controladas y dispuestas a recibir la visita de un médico asignado por la Municipalidad, quien debía hacerse presente en las casitas una vez a la semana para realizar exámenes ginecológicos y atenciones de salud a las trabajadoras sexuales.

Aquella medida sanitaria también se prestó para algunas ocasionales negligencias, sin embargo, como la que denunció en noviembre de ese mismo año la regenta Berta Ramírez B. La cabrona reclamaba que su burdel, ubicado en el número 3 de la calle San Carlos, actual Alonso de Ovalle, no había recibido la visita reglamentaria del médico hacía tiempo. Era la segunda vez que la patrona llegaba a dar aviso de este incumplimiento, de hecho.

Gálvez Comandini comenta también el posterior decreto de la Municipalidad de Santiago emitido el 22 de diciembre de 1899, en el que se prohibió a las asiladas instalarse en las puertas y ventanas de sus burdeles a la espera de lograr interesados. Esto deja a la vista lo antigua que era esta costumbre tan propia de los barrios de lupanares y que, en la jerga de los noctámbulos, solía ser señalada con motes como “mostrar la mercadería”, ya que algunas llegaban a la inapropiada desnudez parcial o se ofrecían muy cerca de ella.

El libro de Octavio Maira retratando la situación de la prostitución en Chile en el siglo XIX.

El Pabellón de Higiene y Demografía del Instituto de Higiene, hacia 1910, mismo edificio de la dirección Independencia 56. Fotografía de los archivos del Museo Histórico Nacional. Fuente imagen: Memoria Chilena.

La desaparecida Casona Montt de calle Artesanos, en el barrio de La Vega Chica, Santiago. Por muchos años, fue sede de atención sanitaria para mujeres con enfermedades de transmisión sexual.

El mismo decreto prohibía a las prostitutas usar para la captación de clientes a los parques públicos, restricción que fue refrendada junto a otras parecidas a los pocos días, el 30 de diciembre. Esto era, en general, una reacción a lo frecuente que resultaba entonces el que “en las Casas de Tolerancia se estacionan las asiladas en las puertas y ventanas ejecutando escenas degradantes y provocando a los transeúntes con acciones o dicho inmorales”, así como sucedía que “en las primeras horas de la noche invade los lugares públicos con gran molestia para los transeúntes”. Se exigía, por lo tanto, que las ventanas de los burdeles estuvieses siempre cerradas y que las prostitutas no realizaran “intromisión o permanencia” en los paseos y lugares públicos, bajo amenaza de una multa de 20 pesos.

Sin embargo, las señaladas medidas regulatorias iniciadas en 1896 resultarían muy criticadas entre quienes las consideraban una forma de legalización de la prostitución y estimaban, por consiguiente, que no atacaba la raíz del problema. A pesar de que comenzaron a ser imitadas por otras municipalidades en el país, el médico Elías Ascarrunz Vega, por ejemplo, era un firme aliado de las corrientes abolicionistas contrarias a dichos reglamentos y medidas, como se advierte en su tesis de medicina “Base racional para el mejoramiento de la higiene de la prostitución en Santiago”, de 1901. Este debate con los defensores de la regulación perduraría durante todo el nuevo siglo y, como hemos dicho, de alguna manera nunca ha cesado ni llegado a un punto equilibrado de acuerdo.

Tampoco es menor el hecho de que, ya instalado el concepto de las casitas de tolerancia y las de citas, comenzaran a formarse los controversiales primeros “barrios rojos” de la ciudad o los que fueron equivalentes a tales. Estos surgieron por la presencia de cierta cantidad de servicios de tal tipo y que permitieron identificarlos como tales, atrayendo así a los interesados. Podían conformarse también por establecimientos con semejanza al lupanar corriente en cuanto a servicios y por locales clandestinos que operaban en similar rubro, pero con giros comerciales oficiales para guardar apariencias. En otros casos, el carácter de “barrio rojo” lo daba la sola presencia de prostitución “a pata” y “por rato”, propia de las meretrices no asiladas, las que no estaban afiliadas a casas.

Con relación a lo recién explicado, Verónica Mahan realizó un estudio titulado “La prostitución en una sociedad de cambio (1964-1973). Testimonios de clientes habituales de las calles San Camilo, en Santiago y en Valparaíso”, como su tesis de licenciatura en Historia en la Universidad de Chile, en el año 1997. La autora hace una sugerencia interesante allí sobre la formación de aquellos primeros barrios, que han recogido otros investigadores del tema: muchos de estos se constituyeron como territorios autónomos y, en cierta forma, dotados de lo que podríamos llamar un grado de autosuficiencia.

A veces, los "barrios rojos" de Santiago y otras ciudades permanecieron por décadas en la descrita condición, resistiendo también los embates de las autoridades y los períodos de criminalización de sus operaciones. Lidiaron, así, con el deseo general de invisibilizar la prostitución y esconderla tanto como fuera posible de la luz pública, aunque con marcados momentos de rigores y otros de laxitudes para tal propósito.

Finalmente, otro rasgo interesante del asunto fue la diferencia de identidades que mantendrían entre sí todos aquellos barrios de prostitución, no sólo por las ubicaciones geográficas o tamaños que tuvieran. También intervenían factores como el estatus de sus casitas, el nivel social del público al que atrajeran, la popularidad de sus regentas o niñas, la calidad de su personal, su correlación con un entorno bohemio o recreativo, la presencia de manifestaciones artísticas o musicales en ellos, la peligrosidad o seguridad de los mismos, la higiene, los valores, los buenos o malos licores, etc.

Comentarios