EL CABARET CON COMEDORES DE LA ÑATA INÉS

El local del entonces ya desaparecido cabaret Ñata Inés de Eyzaguirre, en fotografía de 1963 publicada por revista "En Viaje".

Barrio de pensiones moribundas, moteles, clubes nocturnos y cantinas con telarañas ubicado en la prostibular calle Eyzaguirre hacia la cuadra cercana al cruce con Santa Rosa… Una visionaria regenta tuvo allí la idea de instalar algo muy parecido a un lupanar y casa de citas pero con semblante de cabaret y casa de cena, en un inmueble dotado de amplias salas y habitaciones. Lo hizo vistiéndose también de boîte, como hacían muchas otras imposturas de la remolienda de esos años.

Era la entonces famosísima casita de la Ñata Inés, la así podada patrona, lugar que resultaba irresistible incluso a un joven poeta Neftalí Reyes según la leyenda con bastante base de cierto, antes de tomar definitivamente el nombre de Pablo Neruda. “¡La manosanta más santa que hay en todo Chile para armar una cazuela de ave!”, decía de ella un personaje popular de los barrios Matta y Matadero, don Jacinto Bulboa Cárdenas, el Ñato Bulboa, al entonces chiquillo y futuro cronista Raúl Morales Álvarez.

La propietaria era descrita como una mujer amistosa y afable, que incluso permitía fiar el consumo del cabaret a algunos clientes que fuesen frecuentes o considerados amigos. Aunque su propuesta se presentara como restaurante, casa de cena y lo que podríamos definir quizá como uno de los más antiguos night clubs de Santiago, sus características eran típicas del ambiente de la huifa en esos años. Juan Florit diría, de hecho, que la madame era “una gorda y fofa mujer”, mientras que su famoso local no era más que “un cabaret de mala muerte, oscuro, tenebroso y mal oliente”.

De seguro conoció también a aquel parador de calle Eyzaguirre el escritor Daniel de la Vega, quien lo menciona en su artículo “El alma en la taberna” aunque sin dar más detalles, texto publicado por la revista “En Viaje” de la Empresa de Ferrocarriles de Chile, en mayo de 1963. Este artículo figura también en su antología “Ayer y hoy”, para los interesados. Dice allí refiriéndose a las correrías de intelectuales y artistas como Carlos Canut de Bon, Federico Gana, Juan Manuel Rodríguez, Claudio de Alas, Raúl Figueroa y, sobre todo, Eduardo de Veintimillas, en los mismos barrios adyacentes a calle San Diego y otros de Mapocho:

Ante argumento tan convincente, me entregué. Y tengo, pues, que hablar del bar “El Doñihue”, de “El Submarino”, de “El Cola de Mono” y de “La Ñata Inés”. Proscenios inolvidables en donde se hablaba de la gloria y se consideraba deshonrado el amigo que pagaba una deuda. El hombre satisfecho merecía la horca. La vida se había hecho para burlar al comerciante, para beber por una pena recóndita y para cantar en una esquina un trozo de Puccini a las tres de la madrugada. A esa hora se consideraban desterrados en este infierno de burgueses que se acostaban temprano.

Dicho sea de paso, Veintimillas no sólo pasearía por aquellos clubes y antros nombrados, sino también por uno llamado La Mariposa, en San Diego llegando a Matta, al que De la Vega describe como “un bar horroroso” pero que formaba parte de la misma ruta bohemia y valiente en la que se encontraron la Ñata Inés, la Casa de Cena Jacquin, el café-bar Miss Universo, el Club de la Medianoche, el Café Volga, el Club Comercio Atlético y tantos otros refugios desaparecidos en ese plano. Todos eran boliches en donde aquellas generaciones de vividores hacían buena parte de su vida, sin duda. En una noche en La Mariposa, de hecho, el errante Veintimillas se enamoró perdidamente de una cantante llamada Corina, dilapidando sus escasos recursos en ir a verla tan seguido como le fue posible y bebiendo en su mesa “toda la cosecha de 1923”. Terminaría viviendo con ella, finalmente, pero aquel fue un amor tormentoso.

A diferencia de otras casitas y clubes, sin embargo, la Ñata Inés parece haber sabido esconder bien la naturaleza oscura de su negocio ofreciéndose como restaurante con comedor de trasnoche y lugar apropiado a ciertos espectáculos, además. En “Las Últimas Noticias” del 15 de julio de 2006, por ejemplo, Luis Sánchez Latorre se preguntaba sobre la honestidad de Diego Muñoz en sus memorias nerudianas, en las que “se habla con frecuencia de las visitas nocturnas al negocio de la Ñata Inés, con el vate a la cabeza”, antes de seguir cada fiesta en la bohemia del “barrio chino” de Mapocho:

La lectura y relectura del libro de Muñoz no me explica hasta ahora qué era con exactitud el salón de la Ñata Inés: ¿casa de cena, como algunas de la antigua avenida Bustamante, en las que reinaban las llamadas “pan de huevo” por las odas que le dedicó el famoso Almirante López en su cueca “El tortillero”; o pura y simplemente prostíbulo, de cuya afición no podría sustraerse ningún bohemio de la época?

Pero sospechamos que Sánchez Latorre fingía: su generación sí alcanzó a saber bien que el cabaret de la Ñata era un antro de diversiones y, alternativamente, una mancebía con comedores y chicas bonitas, a las que muchos hombres de letras conocieron y hasta tuvieron como amigas, de hecho. Recordando las palabras de Florit, el autor también enfatiza que el boliche funcionaba como restaurante con actuaciones de “unas cupletistas algo ajadas y una bailarina de pies cansados y deformes”, agregando que la pobre hacía movimientos intentando recrear la escena de la “muerte del cisne”.

Reconstrucción del aspecto típico de una antigua cantina nocturna.

Fotografía erótica antigua. La Ñata Inés todavía pertenecía a la generación de la clásica remolienda de principios del siglo XX.

Pablo Neruda y su perro, en imagen del Archivo Central Andrés Bello, Universidad de Chile. El vate vivió también aventuras juveniles donde la inefable Ñata Inés.

Retrato del poeta Alberto Rojas Jiménez, hecho por su amigo pintor y camarada de correrías Isaías Cabezón. El trágico amigo y miembro de la misma generación de Neruda fue otro de los habitués del cabaret de la Ñata.

Así las cosas, Sánchez Latorre concluye -a partir de lo expuesto por Florit- que se trataba entonces de un restaurante de mala muerte. Por excelencia, diríamos, era el principal restaurante del barrio de prostíbulos allí instalados, de hecho. Recuerda, además, que al mismo comedor de amanecida iban los poetas Alberto Rojas Jiménez, Joaquín Cifuentes Sepúlveda y Samuel Letelier Maturana, “¡a cuál más pobre y más desamparado!” en esos años.

Sin embargo, tanto por su ubicación como por el testimonio de los veteranos que alcanzaron a conocer la última etapa de aquel establecimiento, su relación con la actividad de aquellos lupanares y sus niñocas de calle Eyzaguirre era indesmentible, no habiendo posible interpretación piadosa para separarlo de tal encuentro entre las funciones. “Los nombres de las regentas -la María Luisa, la Ñata Inés, la Guillermina– hoy no significan nada para casi nadie, pero antaño fueron sinónimos célebres de la remolienda nocturna”, comenta con acierto Merino en “Todo Santiago”, bien informado al respecto. De hecho, un experto como el periodista de espectáculos Osvaldo Rakatán Muñoz tampoco había tenido pelos en la lengua para darle la definición precisa al club de doña Inés: “Conocido lenocinio de la época”, se lee en su "¡Buenas noches, Santiago!".

Muchas casas de cena parecen haber tenido aquel mismo rasgo en la capital chilena de entonces, además, pero con la Ñata se hacía particularmente estrecha la relación, o al menos eso es lo que se desprendía de la tradición oral. En su caso, además, servía a muchas de las citas que concertaban en el mismo lugar los clientes con las mariposas nocturnas de Eyzaguirre y quienes llegaban hasta sus mesas buscándolos, pudiendo partir desde allí también hasta los hoteluchos de San Diego o Santa Rosa. Esta característica fue muy notoria en el establecimiento, más que en varios otros del ecosistema bohemio de entonces.

Comenta Orlando Oyarzún en el homenaje a Alberto Rojas Jiménez publicado por Oreste Plath, que la jarra de clery costaba 20 pesos con propina donde la Ñata. En el mismo libro dedicado al trágico poeta, Florit agrega que el cabaret tenía “un pequeño escenario, donde unas bailarinas, casi siempre flacas y huesudas, vestidas con pocos atuendos, en bailes descompasados, no atraían las miradas de los contertulios”, mientras que sus mesas se veían “desvencijadas y sucias”, mojadas por los vasos volcados mientras se cruzaban “palabras de charlas incoherentes”, acompañadas de las risas de los borrachos, neblinas del humo de los cigarrillos y las débiles luces de las ampolletas. Recuerda allí a algunos de los compañeros de andanzas, además:

En la noche que evoco, los amigos que habitualmente nos reuníamos, éramos veintidós, alrededor de una mesa bien provista de licor. La mayoría poetas. Dos o tres pintores. Un escultor y un tony… Nombro primero al autor de la famosa “Carta-Océano”, Alberto Rojas Jiménez. Sus acompañantes, el cadáver Valdivia, Alejandro Gutiérrez, Federico Ricci Sánchez, Antonio Roco del Campo, S. Letelier Maturana, Fenelón Arce, J. Moraga Bustamante, Rosamel del Valle, E. Estrada Gómez, Julio Walton, Fredy Jarvis, Neftalí Agrella, Tomás Lago, Rafael Hurtado, Guillermo Acuña Zañartu, Omar Cáceres, Canut de Bon, el loro Gilbert, Nicolás Maturana, y un poeta del sur que recién salía de las sombras carcelarias… Las conversaciones eran múltiples. Se recitaban poemas con más de algunas interrupciones, por chirigotas salpicadas de palabras que no caben por su vulgaridad soez, en este recuerdo. Se bebía a destajo el vino no etiquetado, negro y áspero como el pipeño. Pero engañando a nuestra sed, no bastaba. Ya en la noche iba en avance. La figura principal era Alberto. Para algunos un mago. Para otros un catálogo de aventuras increíbles y poetizadas por él (…). El licor disminuía por las repetidas libaciones. Fue entonces cuando el más vividor de los Albertos poetas (los otros Valdivia y Moreno), se le ocurrió que debíamos empeñar nuestros chalecos (prenda vulgar en esos años). Según Rojas Jiménez, innecesarios e inútiles. Alegre, dijo que lograría pignorarlos donde “la vieja de los colgajos”. Varios de los poetas quisieron saber quién era ese personaje, salvador de nuestra sed. Y Alberto nos expresó que la apodaban así, porque todo lo que recibía por sus préstamos, pendía de mohosos y ganchudos clavos en lo alto de su sórdido negocio… Y salió -con qué apresuramiento- apretando ávidamente contra su cuerpo, los veintidós chalecos… Quedamos, dudosos, en espera. A los pocos minutos volvió con plata, tortillas y huevos duros. Se siguió bebiendo y bebiendo. Y de nuevo, en corto tiempo, los escuálidos pesos siguieron su fuga a las faltriqueras de la Ñata Inés, anchas como ella. Eran las cinco. Cerrado el cabaret nos fuimos a un clandestino de la calle Gálvez. Ya los primeros tranvías -carromatos con imperial- que se venía de San Bernardo, pasaban moliendo el silencio del alba, con su estridencia de fierros sueltos, y el sol era una mancha indecisa, en esa calle miserable del suburbio…

Por su parte, el periodista y relator deportivo Renato González, el celebérrimo Mister Huifa, aseguró en sus memorias que, después de las 4 o 5 de la mañana, el cabaret de la Ñata Inés se llenaba de artistas, escritores y periodistas: “en la mesa del lado comían y bebían vino negro esos varones que nosotros admirábamos y leíamos apasionadamente”. Esto significa que, en algún período, extendió más aún el servicio de amanecida para los clientes. Agregaba un curioso detalle sobre el mismo restaurante nocturno: al fondo tenía un letrero con el mensaje “Se prohíbe hablar de política”… Incógnitas de las viejas noches santiaguinas.

El cabaret con tanto de lupanar de la Ñata Inés desapareció del plano urbano hacia fines de los años cincuenta, según parece. Ya llevaba un tiempo con su fundadora alejada del negocio, según decían. Antes de ser demolido, curiosamente, parte del inmueble de marras había albergado a la sede de una agrupación religiosa protestante. Al menos se conservó de él una imagen fotográfica publicada en las páginas de la mencionada edición de la revista “En Viaje”.

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