Detrás de la encantadora y refinada Leonora Latorre de "Adiós al Séptimo de Línea", estuvo en realidad la identidad profana y desdeñada de Anita Buendía...
El rol de la prostituta del período específico de la Guerra del Pacífico y sus consecuencias llegará a adoptar padrones heroicos, pero no por su actividad sexual propiamente dicha, como quizá induzca a pensar el prejuicio. Lo fue, más bien, por las grandes sorpresas se guardaban muchas ellas para cumplir con el interés nacional en juego. Un aporte escasamente recordado en la actualidad, por supuesto.
Entrando en los necesarios contextos, además de ser tiempos adversos para la seguridad general del país, lo fue también para las propias prostitutas y su quehacer, por entonces muy falto de regulaciones. Sucedía además que, durante la misma conflagración, dicha actividad se vio oscurecida por negras cifras de contagios de sífilis y otras enfermedades que eran particularmente abundantes en el mundo militar, como observó en su momento también el doctor Wenceslao Díaz. Se trata de algo que no ha sido extraño en los períodos bélicos, por cierto, principalmente debido a los comportamientos promiscuos que suele asumir la tropa, disfrutando con despreocupación y apuro sus pocos ratos de paz, con la muerte siempre rondando encima.
A mayor abundamiento, la urgencia de reclutamientos en 1879 no habría permitido detectar a tiempo la enfermedad entre muchos de los voluntarios, razón por la que las propias autoridades sanitarias del Ejército de Chile llamaron a controles médicos periódicos a las prostitutas que se relacionaran con la soldadesca, los que debían ser realizados por los cirujanos de las unidades en junio de aquel año. Este es otro antecedente de las medidas sanitarias que comenzarían a tomarse para el rubro hacia fines del siglo, además. Durante el mes siguiente también se prohibió el que se integraran mujeres en las campañas hacia el norte, aunque la medida cayó instantáneamente en letra muerta. El ministro de guerra Rafael Sotomayor incluso quería impedir la presencia de mujeres en el puerto de Pisagua, sólo como medida precautoria para dificultar la expansión de los contagios. Datos como estos están consignados en el artículo “Guerra, prostitución y sífilis, una sombra en el siglo XX” de Érika T. Becerra, María Angélica Bello, Ximena Campos y César Leyton, publicado el año 2005 en la “Revista Chilena de Estudiantes de Medicina”.
A la sazón, sin embargo, las oficinas salitreras y argentíferas de los desiertos ya estaban atestadas de burdeles y desde hacía tiempo, además. Dado el abrupto cambio de situación militar y diplomática en el país muchas de estas mujeres fungirán también como expendedoras de comida y bebida para los trabajadores, además de acompañar la parranda, los juegos con apuestas, el baile y las fiestas, logrando una comunión que aún perdura con matices y otras propuestas más actualizadas en el mundo minero. Ciertas apreciaciones suponen incluso que las meretrices tuvieron algo de importancia en el posterior proceso de la llamada “chilenización” de los territorios conquistados, para incorporarlos culturalmente al país y desinteresar a Perú de querer recuperarlos.
El sexo y la remolienda, por riesgosos que fueran con el descrito panorama sanitario, eran sólo un accesorio en la cantidad de colaboraciones que las prostitutas podían hacer a la causa en las ciudades ocupadas. No obstante, el veterano del 79 y puntilloso cronista, Justo Abel Rosales, señala en sus memorias cierto desenfreno y descontrol de remolienda que se dio con el elemento femenino local en el arrasado caserío peruano de Chorrillos, por ejemplo, cuando había concluido la devastadora batalla que allí se dio durante el avance hacia Lima:
Varios soldados encontraron niñas peruanas, según creo, se encerraban con ellas para remoler en una casa, al son de un piano tocado por esas callosas manos. En la puerta de la calle pusieron un centinela armado de rifle y bien municionado. El que pretendía entrar, bala con él. En Chorrillos nuestros soldados se pusieron las botas.
En aquel ámbito de la presencia prostibular en los entretejidos de la guerra,
notable fue el caso de la mujer que muchos especulan con cierto grado de acierto
que pudo haber inspirado al hermoso personaje de la espía Leonora Latorre en
“Adiós al Séptimo de Línea”, de Jorge Inostrosa. Esta había sido llamada Ema en
una muy anterior obra de Ramón Pacheco, titulada “La ex-Generala Buendía”, de
1885. Sin embargo, tanto Ema como Leonora parecen estar basadas en una chica
real aunque menos glamorosa y de la que sí existen antecedentes -si bien son
difusos- en el “Diario de campaña” del oficial Alberto del Solar. Idea
compartida por autores como Manuel Ravest y Guillermo Párvex, además.
Se trataba de una joven prostituta cuyo nombre de pila era Ana, amante y muy próxima al general peruano Juan Domingo Buendía, tanto así que sería llamada Anita Buendía. Chilena residente de Tarapacá desde antes de la guerra según se deduce, usó dicha cercanía con el general para servir como informadora a las redes del espionaje chileno en plena conflagración, en una labor que pudo haber sido muy importante para los estrategas militares. El descuidado Buendía hasta había sido acusado en Arica por faltas a sus deberes y un comportamiento irresponsable con esta muchacha, para hacer más curioso el caso.
Días de la ocupación de Antofagasta e inicios de la Guerra del Pacífico.
Regimiento Lautaro en Iquique, en lo que ahora es la Plaza Prat, probablemente en 1879.
Ema y el personaje Mr. Wicksons, en "La ex Generala Buendía" de Ramón Pacheco, edición de 1887. Ilustración del artista gráfico Luis F. Rojas.
El veterano Alberto del Solar nos proporciona los mejores detalles del caso en su "Diario de Campaña", particularmente cuando relata su estadía en Iquique:
Los rastros dejados por la permanencia del ejército peruano no se habían borrado aún. El más evidente era la desmoralización de las costumbres. Una plaga -plaga en todos los sentidos- de mujeres de mala vida, infestaba la población. Portaestandarte de estas era la famosa Anita Buendía, linda chilena de 18 años de edad, llamada así en recuerdo del famoso general de este apellido cuya pasión por la muchacha se hizo célebre, al punto de haberla explotado en descargo de la derrota enemigos políticos de aquel personaje, dentro de su propio país, muy particularmente algunos corresponsales bolivianos en campaña.
Estos aseguraban que Anita era nada menos que espía de nuestro ejército y que el general Buendía, reblandecido por la edad y por los vicios, fue durante largo tiempo su víctima inconsciente.
La verdad del caso es que Anita no sólo no negaba su antigua relación con el general, sino que se enorgullecía de ella, si bien resultaba innegable también que la chica era digna de su fama.
Linda, picaresca, vivaracha y provocativa, hubiera sido capaz de trastornarle los cascos al mismísimo ejército de Godofredo de Bouillón, con toda la austeridad de su destino.
Se supone, entonces, que los importantes secretos que Anita conoció de boca del propio Buendía en dicha actividad amatoria e íntima los proporcionó a los agentes chilenos, posiblemente triangulados a través del comerciante español Matías Granja Nagel. Este señor era poseedor de una tienda en la ciudad de Antofagasta y se había sumado lealmente a la red de inteligencia chilena urdida desde el Ministerio de Interior y el Ministerio de Guerra y Marina.
Pero Anita es sólo el caso más interesante sobre esta materia. Cierta leyenda o tradición oral señalaba, por ejemplo, que algunas de las famosas cantineras de la Guerra del 79 podrían haber sido antes estrellas de algunas huifas, fondas y bodegones obreros, aunque no necesariamente prostitutas, partiendo al frente para seguir a sus queridos o bien con afanes de vengar abusos sufridos de agentes peruanos o bolivianos. No habiendo siempre confirmación, sí hay casos interesantes propuestos al respecto.
Uno de aquellos ejemplos podría ser el de Peta Basaure, desenvuelta mujer quien hasta se ganó hasta amenazas de excomunión por sus excesos y vida disoluta, convertida después en la celebérrima regenta de la fonda El Arenal, en calle Maruri con Lastra. La Petita era la reina del entonces bohemio y folclórico barrio Marul, como fue llamado entonces, muy cerca de avenida Independencia en La Chimba de Santiago. Es un tema que nos traslada a los antecedentes de la remolienda folclórica del siglo XIX, de hecho.
Aunque hay pocos datos duros y realmente seguros disponibles sobre su vida, de acuerdo a la versión que toman autores como Antonio Acevedo Hernández en “La cueca” y Víctor Rojas Farías en “Escenas de la vida bohemia”, la cuarentona Peta se habría hecho cantinera del Ejército asistiendo valerosamente a los soldados, entre ellos su propio compañero fallecido en Tacna, el minero Silvestre Pérez. Algunas tradiciones decían que ella murió en Chorrillos, pero también se cuenta que su fonda de El Arenal fue un lugar de reunión de poetas populares, cantores de guitarrón y veteranos de la Guerra del 36 rindiendo loas allí para la patria y sus héroes, antes, durante y después de la Guerra del Pacífico, con la propia Petita en las fiestas. Una cueca de la tradición la recuerda así:
Fue famosa la chingana
cerca’el puente Calicanto
donde la Peta Basaure
se remolían con canto.
Hablaban pestes d’ella
y la frutería
ya la picá llegaban
a escondidas.
Detalle de imagen publicada en "La Lira Popular. Poesía popular impresa del siglo XIX", Colección Alamiro de Ávila, selección y prólogo de Micaela Navarrete.
Residencias del sector de La Cañadilla de la Independencia hacia 1863, en detalle de una captura fotográfica del español Rafael Castro y Ordóñez, publicada en "Imágenes de la Comisión Científica del Pacífico Sur", de la Editorial Universitaria. Era el barrio en donde estuvo la fonda de la famosa Peta Basaure.
La mítica tía Carlina Morales, hacia principios de la década del setenta, en una de las pocas fotografías que se ha conocido de ella. De acuerdo a Toño Freire, Carlina habría sido parte de la fuerza de "chilenización" de los territorios peruanos conquistados, después de la Guerra del Pacífico. Fuente imagen: diario "Las Últimas Noticias".
Según diría una vez la eximia folclorista Margot Loyola, además, la patrona solía andar armada con un cuchillo en sus ropas y “pegaba tajos con la misma facilidad que besos”. Esta “tradición” de llevar armas entre ligas y medias provenía de las prostitutas de la pampa al terminar la misma guerra: muchas se valían de pequeños cuchillos o corvos con no más de siete centímetros de hoja, hechos como bellas y artísticas miniaturas por soldados en los campamentos durante el conflicto, algo que se ha llamado artesanía de trincheras. Ahora, esas piezas serían empleadas por chiquillas y cabronas para protección personal en tabernas y casitas de huifa de Antofagasta, Pampa Unión, Punta de Rieles y Placilla de Chuquicamata, entre otros famosos reinos mineros de los que hablan más extendidamente autores como Rodrigo Fernández Henríquez en “Burdeles, prostitutas y pampinos en las tierras del salitre”. Quizá la costumbre surgió cuando las habrían recibido como parte de pago de servicios a los rotos, soldados o veteranos, extendiéndose después la costumbre entre las dueñas de establecimientos populares.
Terminada la guerra y sin que alcanzaran las medallas ni condecoraciones para ellas, las prostitutas habían vuelto a sus andadas de amor por noche en todo el bravo desierto salitrero de los territorios conquistados, en un inmenso circuito de diversión para pueblitos y oficinas mineras que hoy inspira los contenidos de obras como la de Hernán Rivera Letelier. Muchas traían su fama propia y gran prestigio entre los obreros, además. Suponemos que las más famosas chiquillas gozaron del mismo reconocimiento popular de un veterano entre los hombres del caliche y la plata durante aquel período, tras hacerse conocidas en los días de guerra.
Caso muy pintoresco es el de la copiapina Filomena Valenzuela, quien además de cantinera del Regimiento Atacama fue una hábil organizadora de obras de teatro, sesiones de declamación y canto para los soldados desde su bautizo a fuego en Pisagua hasta la entrada a Lima. Disuelto ya el famoso regimiento de los mineros, la apodada Madrecita se estableció en Iquique formando parte de la compañía del Teatro Novedades, en 1882, y más tarde manteniendo un restaurante en la entonces pecaminosa península de Cavancha, atestada de prostíbulos y tascas. Llamado Glorias de Chile, era un especie de taberna y casa de canto con aires de fonda folclórica, que existía aún a inicios del siglo XX cuando la remolienda de Cavancha ya había caído. La veterana del 79 era tan popular que el presidente Pedro Montt fue a visitarla durante su estadía de 1909 en Iquique.
Como la irrupción de los criterios higienistas y sanitarios imponiéndose en el país de entonces, aparecen noticias también sobre el estado de la abundante prostitución en los tiempos inmediatamente posteriores a la guerra. Sin estar claro si esta realmente creció entre fines del siglo XIX y principios del XX, o si sólo se acentuó la mirada y medición de la misma, se puede aseverar con justicia que la huifa de la post Guerra del 79 vino a ser una suerte de herencia connatural de la época de las chinganas y del relajo moral del bajo pueblo, precisamente como había sucedido con El Arenal de la Peta, fuera de los factores sociales y económicos detonantes. Con las grandes proporciones que informaron autores como Octavio Maira, además, no es coincidencia que el primer reglamento regulatorio de la actividad aparezca en la capital en 1896 como hemos visto, criterio que fue llevado a otras ciudades y que se mantuvo vigente por casi treinta años.
Sin embargo, la presencia de las prostitutas en el contexto de la Guerra del Pacífico y sus consecuencias podría haberse extendido tanto como lo hizo también el proceso diplomático y de tensiones fronterizas de la Cuestión de Tacna y Arica, hasta 1929, por extraño que suene… Nos referimos, particularmente, al proceso de la “chilenización” de los antiguos territorios peruanos que ahora estaba en posesión chilena y que generaron una odiosa tirantez entre quienes querían asimilarlos culturalmente para Chile y los que querían resistir el desprendimiento desde su identidad como parte de Perú, muchas veces llegando a la violencia, abuso y agresiones cruzadas.
Un caso notable sobre aquel proceso involucraría a Carlina Morales Padilla, la mítica tía Carlina, regenta del burdel y boîte de avenida Vivaceta 1226 que, con el nombre Bossanova, fue el más cotizado de toda la huifa y bohemia santiaguina de los cincuenta y sesenta. Doña Carlina había comenzado su vida “profesional” como prostituta antes de asumir como cabrona de un primer boliche propio en calle Maipú. Sin embargo, asegura el periodista Toño Freire que habría pruebas de que estuvo también en el sur de Perú cuando muy joven, en plena cuestión diplomática de las provincias “cautivas”. Es lo que plantea en un artículo de Sebastián Foncea en “La Cuarta”, titulado “Tía Carlina: de la boite a una comedia musical”, de 2015. Allí señala que el presidente Arturo Alessandri Palma había enviado o facilitado la emigración hordas de vividores, prostitutas y gente de mala reputación hasta aquellos territorios en disputa, incluida la futura reina de la noche de Vivaceta.
La idea del presidente Alessandri habría sido la de intentar influir y desalentar a la población peruana en el nunca realizado plebiscito que debía resolver la soberanía de ambas provincias. Una leyenda complementaria dice, además, que Carlina hasta recibió un reconocimiento del gobierno por su actuación como agente, y a esto se refiere el periodista Freire en una obra de teatro de su autoría.
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