El libro de Octavio Maira, retratando la situación de la prostitución en Chile en el siglo XIX.
La situación social del Chile decimonónico, fomentando indirectamente la aparición de la oferta sexual remunerada que podemos definir como “moderna”, iba a continuar con las batallas finales de la Independencia y la Guerra Civil de 1829-1830. Sin embargo, esta centuria acabará siendo también la que configura en el ejercicio de la prostitución el modelo de las casitas y los establecimientos comerciales de tolerancia para la diversión. Nos referimos a aquellos con asiladas, remolienda y salones que ofrecen algo también de encuentro social, incluidas funciones de bar-restaurante y posada, de hecho.
En los campos de Lircay, el triunfo del bando pelucón sobre los pipiolos puso fin al proceso de organización política pero dejó lista a la República para su siguiente conflicto: la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, sucedida entre 1836-1839. Sólo con la victoria en Yungay el país puede entrar una senda más pacífica y favorable a la estabilidad, aunque la fuerte penetración comercial extranjera ya estaba aportando también al sostenido problema económico que afectaba, principalmente, a los estratos rurales y trabajadores de los campos.
Aquellos sectores tocados por los cambios en el desarrollo estaban alojados principalmente ámbitos y ocupaciones del medio campesino, en donde las mujeres habían tenido un tradicional papel. Por esta razón muchas de ellas se vieron rápidamente en el desempleo, apartadas de sus maridos o parejas, o bien viudas. Súmese a todo lo anterior la urgente responsabilidad de mantener hijos, a veces muy numerosos dada la falta de control natal familiar y la escasa conciencia de la época al respecto.
Coincide aquel panorama con la gran migración interna del campo a la ciudad entre 1840 y 1850, entonces, forzando a muchas mujeres a sumarse al fenómeno de movimiento humano. Junto con las que vivirán de servicios sexuales propiamente tales cunden también las empleadas domésticas, en las funciones de antiguas criadas y sirvientas de los hogares más aristocráticos. “En la mayor parte de los casos, su única alternativa era la servidumbre y básicamente existían dos tipos, una sexual y la doméstica”, comentaría sobre esto mismo Teresa Lastra Torres en su obra “Las ‘otras’ mujeres”.
Comentando algunas de las conclusiones expuestas por el historiador Gabriel Salazar, dice Álvaro Góngora Escobedo en “La prostitución en Santiago. 1813-1931” que aquella necesidad de subsistencia activó la creatividad de las mujeres “arranchadas” (las que obraban recibiendo visitas en ranchos) y las “aposentadas” (las establecidas, no movedizas) que ya no podían retomar anteriores actividades en rubros textiles o artesanales. Muchas habían comenzado a trabajar en pequeños expendios de comida o bebida, albergues, casas de entretención para campesinos, peones o viajeros y, por supuesto, en el sexo recompensado, ofreciendo lugares en donde los campesinos al paso y trabajadores buscaban hospitalidad, compañía y bebidas alcohólicas. Frecuentemente, todos estos servicios eran pagados con obsequios, insumos para comida, vestimentas, etc., traídos por los clientes.
Aquel modo de emprendimiento fue extendiéndose después como actividades comerciales dirigidas también a marineros y artesanos extranjeros, pero ahora pagadas en moneda contante y sonante. Cuando el dinero escaseaba muchos de estos intercambios se habían hecho antes con truques de favores, objetos o servicios; pero ahora eran sencillamente intercambios de sexo y hospitalidad por paga directa, facilitado también con el aumento del circulante en esos años. Esto impulsará el ejercicio de lo que hemos llamado la prostitución “moderna”: la del comercio con eventuales alcances sexuales, propiamente dicho, más que en cualquier momento de cómo se había dado durante la ya concluida Colonia y las primeras décadas de la Independencia.
Plaza de Armas de Santiago, sector de calles Ahumada con Compañía, en 1850. Pintura sobre papel, de las colecciones del Museo Histórico Nacional.
Un viejo rancho con ramada, no tan diferente a como debieron lucir quintas primitivas del siglo XIX. Ilustración del artista y corresponsal gráfico Melton Prior, publicada en "The Illustrated London News" en marzo de 1891.
Antigua cantina rural en obra de Pedro Subercaseaux para la revista "Selecta", en 1910.
Las también llamadas “mujeres públicas” de la época comenzaban a aparecer en diferentes ámbitos urbanos, entonces, con total desenvoltura y hasta falta de recatos en muchas ocasiones. Esto era lo que denunciaba el doctor Joaquín Zelaya en 1856, por ejemplo, en su “Tratado práctico de las enfermedades venéreas y sifilíticas”.
En 1868, entonces, nos encontramos con un proyecto surgido desde la iniciativa del
político liberal Acario Copatos, evacuado el 4 de marzo con el título
“Reglamento del ramo de policía relativo a la prostitución”, publicado ese mismo
por la imprenta del diario “El Mercurio”. En él se ponía el énfasis sobre los
peligros sanitarios de la práctica prostibular, partiendo por la temida sífilis,
y también en dimensiones de su daño a la moral y las buenas costumbres. Eran los tiempos en que avanzaban los criterios higienistas sobre el ejercicio de la medicina y la educación sanitaria.
Un famoso colega del doctor Zelaya, futuro director del servicio médico en el Ejército de Chile durante la Guerra del Pacífico y abuelo del presidente Salvador Allende, el cirujano Ramón Allende Padín, reclamaba por las mismas razones en “De la reglamentación de la prostitución como profilaxis de la sífilis”, de 1875:
Y la prostituta que en la vía pública, que a toda hora del día y de la noche provoca al vicio a cuantos se lo acercan; que seduce al incauto joven y lo inicia en los primeros secretos de la crápula; que por do quiera causa escándalos con sus procederes y es amenaza constante y peligrosa para la juventud; que cínica incita al vicio ¿no viola la moral pública, no insulta la comunidad en que vive con sus actos violatorios de las costumbres y atentatorios del pudor? ¿No pierde sus derechos y cae bajo el imperio de la ley, la que lleva en público el estandarte del vicio y trae a su sombra a los que sin ose miraje fantástico podrían escapar del peligro y conservar su fuerza y vigor?
La posterior creación de las llamadas Juntas de Sanidad fue una política que no difería mucho de la mirada compartida por Allende Padín en el mismo siglo, poniendo escasa atención en la situación de las propias trabajadoras sexuales de la época, aún despreciadas como mujeres de “mala vida”. Esto llevaría después a la creación de fichas especiales de registros sanitarios de las mismas, además.
Según los cálculos de Octavio Maira presentados en su importante trabajo titulado “La Reglamentación de la Prostitución desde el punto de vista de la higiene pública” de 1887, había en Santiago una prostituta por cada cuarenta habitantes, lo que equivale a cinco veces más que París durante esa misma época. Contaba cerca de 5.000 trabajadoras sexuales reconocidas en la capital para aquellos años, además. Sabido era también el hecho de que una gran cantidad de mujeres estaban dedicadas a estas mismas actividades en los campamentos mineros de la plata y el salitre durante los tiempos alrededor de la Guerra del 79, haciendo famosos a algunos poblados de Atacama por esta precisa característica.
Aun si se consideraran exageradas aquellas proporciones numéricas, sería imposible negarse a aceptar la influencia que debe haber tenido tan fortísima presencia en la vida social chilena, y así se puede aseverar con justicia que la huifa vino a ser una suerte de herencia connatural de la época de las chinganas y del relajo moral del bajo pueblo, fuera de los factores sociales y económicos detonantes. Con semejantes proporciones, además, también resulta sería irreal negar el influjo que debió tener el oficio de la huifa en la vida chilena y algunas pautas tradicionales, a veces muy profundamente.
Fue esa misma participación o presencia social importante del mundo de la
prostitución en la realidad nacional lo que motivaría a las autoridades, poco
después, a comenzar un camino de modernización de políticas dando pasos
fundamentales en la regulación de la misma, justo hacia finales del siglo XIX, con la primera regulación general.
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