EL SUCIO E INFECCIOSO ANTRO DE LA CALLE GRAJALES

El prostíbulo de calle Grajales 2952, casi en el alma misma de la remolienda de Estación Central, estuvo situado entre grandes y pequeños hoteles, casas de juego clandestinas y garitos escondidos pero típicos de los barrios obreros santiaguinos. Ocupaba una antigua residencia en el tramo entre calles San Alfonso y Conferencia, a una cuadra del complejo ferroviario, vivienda que era propiedad de doña Juana Palacios, al menos oficialmente. Por desgracia, ya casi no quedan ejemplos que aquella clásica arquitectura entre esas mismas manzanas, de modo buena parte de las descripciones que puedan hacerse quedarán confiadas más bien a la imaginación y a la ambigüedad de la delineación trazada en general.

Grajales llevaba tiempo convertida en una jaqueca para las autoridades policiales hacia el período del Centenario Nacional, ya en esas primeras décadas del siglo XX. Eran cosa habitual los avisos alertando sobre riñas violentas, asesinatos, prostitutas sin registro sanitario, cantinas ilegales y casas de apuestas con naipes en el sector. Las constantes redadas y clausuras no tardaban en ser burladas por los majaderos emprendedores quienes sacaban partido a los vicios de la clase trabajadora. Uno de los gariteros más famosos de la calle era, por ejemplo, el apodado el Maestro Vito, quien hacia 1917 tenía su casa de juego a pocas cuadras del antro que acá tratamos, más exactamente en el número 2529 y justo al lado de otro prostíbulo con cantos y taconeos sonando por ese mismo barrio. Los clientes del garito eran seleccionados y debían conocer un santo y seña para que se abriera la puerta, curiosamente.

La casita de tolerancia del 2952, en cambio, era regentada por un tipo bruto y mal agestado de nombre José Canelas, quien no parece haber sido de los trigos más limpios, según todo sugiere de él. Si bien su burdel tenía el descrito perfil de clase trabajadora que era típico de aquellos vecindarios contorneando la estación, hubo algunas cosas en él que hacen suponer se trataba de un lugar bastante más oscuro que el promedio y, hasta cierto punto, deplorable. Sin embargo, Canelas parecía tener una carta de triunfo permanentemente guardada entre sus activos: la posible complicidad de efectivos de la policía, garantía de la que sólo los más reputados e influyentes proxenetas de aquellos años podían valerse. No podemos asegurarlo hoy a ciencia cierta, pero tampoco descartarlo a la luz de los hechos.

El caso es que el cabrón y las asiladas de Grajales pudieron operar fuera de todos los permisos y reservas gracias a misteriosos avisos de redadas o de movimientos fiscalizadores en el barrio, según parece. Como era una casa grande, la actividad en ella era intensa: llegaba a tener unas 30 chiquillas viviendo y trabajando dentro de la misma, en una gran cantidad de habitaciones que se distribuían a los lados de un pasillo con forma de callejón del que se desprendía todo un laberinto de pasajes menores conduciendo a las estrechas habitaciones de techos muy bajos. Los puzles de rutas iban formando allí esquinas, callejuelas, y vueltas capaces de confundir a cualquiera que no conociera bien el lugar.

En el boliche había también un salón principal a modo de living y comedor, con una serie de mesas con doble fondo en donde se guardaban los vasos y las botellas de licor en caso de aparecer los inspectores. A pesar de estas precauciones y probablemente muchas otras, no había mayores esfuerzos en la presentación del lugar: todas las paredes del recinto estaban siempre sucias y agrietadas, mientras que los pisos lucían grasientos y apestosos. Era un lugar asqueroso, sin duda, cuyas razones para la preferencia entre los clientes que lo visitaban resultaba un enigma sin resolver.

Los vecinos y hasta los policías sabían todo lo que ocurría en ese lugar, pero, en una sociedad donde era mejor callar y fingir ignorancia bajo un concepto vetusto de la discreción, Canelas pudo seguir pasando por alto todas las regulaciones, desde la venta de alcohol hasta los controles sanitarios. Incluso el entonces recientemente asumido alcalde de Santiago, don Rogelio Ugarte, se habría sido dado por enterado de lo que estaba sucediendo en aquel burdel y otros de su comuna.

La impudicia en Grajales 2952 llegaba a ser de caricatura, de hecho: se vendía alcohol sin alguna clase de patente, trabajaba con prostitutas que no formaban parte del registro de la Inspección Sanitaria Municipal, con algunas de ellas reclutadas incluso usando engaños y mantenidas prácticamente secuestradas al interior de los tabucos. Según lo que se supo después, había en el mismo sitio algunas asiladas ejerciendo comercio sexual a pesar de haber contraído enfermedades venéreas contagiosas, con la anuencia o quizá la orden directa del cabrón. Lo terrible es que muchos de sus clientes debieron conocer bien las condiciones clandestinas e insalubres que dominaban a este burdel, pero tampoco pareció quitarles el sueño.

El cochino regente tal vez podía seguir actuando sobre seguro, sin embargo: si acaso tenía ya a informantes y protectores en la propia fuerza policial, estos acaso serían atendidos con privilegios y nadie sabrá con qué otros servicios más dentro del mismo lupanar… Favores pagados con más favores, y así el círculo vicioso quedaba siempre cerrado, sin abrir campo al potenciar de desastre. O eso parecía.

Como no hay mal que dure 100 años, entonces, la impudicia e impunidad de Grajales se acabaría abruptamente el sábado 27 de julio de 1918, caso que fue cubierto por la prensa de entonces. Como parte de una campaña de higiene social que recién comenzaba, varios antros sexuales de Santiago fueron allanados por autoridades policiales y la representación del poder judicial, actuando por denuncio del promotor fiscal Julio Plaza Ferrand.

Confrontando por los agentes que llegaron al burdel, Canelas obviamente negó jurando al Cielo que vendía bebidas alcohólicas y trató de defender con las garras afuera el supuesto prestigio de su negocio. Pero, al ver que nada de esto funcionaba, se salió de control y amenazó a los agentes con una barra de hierro para evitar que entraran. Estaba realmente desesperado por evitar que los representantes del orden ingresaran a su ratonera. Canelas sólo consiguió abrir la caja de Pandora con su actitud violenta: llegó después hasta el repugnante sitio el juez del crimen Rodanelli, sorprendiendo en horas nocturnas a moradores, asiladas y clientes. El cabrón no sabía que la visita anterior no había sido una meramente rutinaria, sino parte de las arremetidas más enérgicas desplegadas por las autoridades en el último tiempo contra la prostitución clandestina, principalmente por razones sanitarias, tocando también las puertas de varios otros burdeles de Estación Central.

Al ingresar al lugar, entonces, el magistrado y los agentes se encontraron con una escena insólita: estaban allí cuatro agentes que no formaban parte del operativo. Sus identidades correspondían a los oficiales de policía Aquiles Frías y Osvaldo Hidalgo, y un subinspector de apellido Donoso, además del inspector municipal Víctor M. Orellana.

¿Qué hacían allí cuatro representantes de la ley, ahora sorprendidos dentro de uno de los lenocinios más cuestionables e infames de todo el Gran Santiago? Según lo que se explicó entonces, los agentes policiales habían acudido al lugar tras enterarse que venía el allanamiento, pero en un momento se produjo un desorden dentro del mismo y decidieron entrar a poner orden. El inspector Orellana, en tanto, habría llegado alertado por las denuncias que se habían hecho por entonces en los diarios… Coincidencias o, quizá… Dejémoslo ahí y tratemos de no ceder a las inevitables suspicacias.

De las 29 asiladas encontradas esa noche allí, dos aseguraron estar secuestradas por los dueños de la casa y haber sido internadas a través de ardides. Esta era una práctica repetida en los burdeles de esos años, aunque muchas veces era aquel también un recurso usado por las prostitutas para tratar de zafarse del peso de la ley y quedar como víctimas, evitando verse como partícipes de los delitos. Una de las que hicieron estas denuncias, Mercedes Cornejo, aseguró a las autoridades que había sido invitada hacía sólo 15 días a la casa por una misteriosa señora, y que no se le permitió huir llegando a los golpes y amenazas para mantenerla recluida. La otra, Marta Gómez, también afirmaba haber sido retenida de la misma forma además de agredida, confirmando que dentro del burdel reinaba un régimen carcelario.

El resultado de la redada arrojó verificación de todo lo que se rumoreaba sobre la casita: ventas alcohólicas, operaciones sin permisos correspondientes y asiladas sin registro sanitario. De hecho, este último aspecto estaba tomando tanta reiteración en la prostitución santiaguina que se había decidido solicitar la asistencia del doctor Carlos Fernández Peña para asesorar a los inspectores municipales, por considerar el asunto un tema de urgencia pública.

El diario “La Nación” del miércoles siguiente agregaba sobre lo sucedido en el lenocinio del barrio ferroviario:

El juez, después de haber recorrido todas las dependencias del edificio y recoger algunas anotaciones particulares, se retiró poco después de la una de la madrugada.

Ayer por la tarde el señor Rondanelli tomó declaración al regente de la casa indicada, José Canelas, y otras personas a las cuales citó con la oportunidad debida. Escuchó, además, el señor juez la declaración de los oficiales de la policía antes nombrados, acerca de las causas que influyeron para que se encontraran ahí en el momento del allanamiento.

El propio alcalde Ugarte y el doctor Fernández Peña participaron de algunas de las redadas de aquella larga y trabajosa noche. Entre otros locales con infracciones parecidas estaban el lupanar de Olga Aguilera Palma, en San Pablo 2380 llegando a General Bulnes; el de la famosa tía Elvira Silva en Eleuterio Ramírez 630; y el de doña Fanny Fridman (o Friedman) en calle Ricardo Santa Cruz 757, vía hoy fusionada con Santa Isabel. También se encontrarían faltas graves, durante toda aquella temporada, en la pecaminosa cantina clandestina del señor Arellano en Franklin 1316 casi con Nataniel, ya en los contornos del barrio Matadero. Claramente, entonces, el antro Canelas no tenía la exclusividad en cuanto a delitos, pero ganaba por paliza en su desfachatez e irresponsabilidad, además de su insolente actitud ante los fiscalizadores.

No nos ha sido posible confirmar si el burdel de Grajales sobrevivió a aquel golpe y pudo seguir operando bajo la dirección del mismo sujeto. Sí se sabe que el sumario continuó y que, a los pocos días, el Servicio Sanitario completo se reorganizó por orden municipal, intensificando sus controles y visitas en terreno. Curiosamente, muchas de estas medidas fueron criticadas por sectores más conservadores.

Ya en 1929, la misma dirección de la calle Grajales aparece como residencia de Mercedes Díaz, en una nota sobre un caso de hurto sucedida allí hacia mediados de marzo. Un merendero de borrachos seguía activo allí en la década siguiente, pero ya no era el mismo de Canelas, según todo sugiere. El caso de una mujer baleada en este lugar aparece en la prensa en agosto de 1938, además.

La casa de tolerancia de José Canales representaba el modelo exacto de lo que las autoridades de esos años se esforzaron tanto por evitar y combatir en el ejercicio de la prostitución, así como la simiente de un prejuicio escrupuloso que ha persistido por tantos años contra las trabajadoras sexuales, sumidas en el estigma heredado de aquellos lejanos tiempos y prácticas.

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