LOS MUY VIVOS PLACERES DEL BARRIO FRANKLIN-MATADERO

Los entonces recién estrenados carros del tranvía especial del Matadero conocido como el "tren rojo", que abastecía de carne fresca lugares como el Mercado Central y sus cocinerías. Imagen publicada por la revista "Sucesos" de octubre de 1914.

En 1872 el presidente Federico Errázuriz Zañartu quiso sujetar a Benjamín Vicuña Mackenna en un pacto de paz y colaboración, colocándolo para esto en los deberes de la Intendencia de Santiago, cargo que el intelectual aceptó gustoso, asumiendo el 20 de abril y con grandes planes para la ciudad en lo inmediato. A pesar de las rivalidades anteriores, ambos tenían importantes coincidencias respecto de ciertos puntos, como su visión despectiva de las chinganas, los vicios y las diversiones del bajo pueblo.

Ni bien se sentó en su oficina, entonces, Vicuña Mackenna se sintió en libertad de trazar una ambiciosa y radical transformación de la capital, que incluía aspectos ornamentales y sanitarios. Ahí aparecieron, entre otros, el proyecto de canalización del Mapocho, la conclusión e inauguración de las obras del Mercado Central y el presidio urbano, el trazado del llamado camino de Cintura, la construcción del paseo del cerro Santa Lucía, el redondeado de las esquinas centrales, el empedrado de las calles, la construcción de cuatro grandes casas de diversión popular y mejoramientos en la policía de seguridad, entre otras medidas. Al decir de Francisco A. Encina, a la sazón las clases gobernantes padecían de cierta fiebre colectiva derivada de la riqueza de la plata en Caracoles y “todos veían brotar de las minas, de la tierra, de los valores bursátiles y de todas partes chorros fantásticos de riquezas”, de modo que el intendente no escatimó en gastos ni ajustes de cuentas, algo que después pesaría en su administración.

Esos mismos ambiciosos planes incluían la supresión de las chinganas públicas y el sometimiento de los barrios del sur de la ciudad, especialmente en el inmenso terreno arrabalero e ingobernable que había más allá de la Alameda de las Delicias. Eran reinos atestados de fondas decadentes, chinganas de mala muerte y rancherías inmundas, en donde regía la decadencia y la insalubridad, según su mirada crítica. De Ramón los describe así en su libro sobre la historia de Santiago, al referirse a sus barriadas miserables:

Una era el inmenso campamento llamado por Vicuña Mackenna el “Potrero de la Muerte”, que ya existía en 1840, pero que, treinta y tres años más tarde, abarcaba gran parte de la antigua chacra de “El Conventillo”, extendiéndose desde el norte en la actual avenida Matta, hasta el zanjón de la Aguada por el sur, en una extensión de unas doce manzanas y un ancho de otras seis entre las actuales calles Santa Rosa y San Ignacio, con una superficie de 70 manzanas (110 hectáreas).

El nuevo intendente venía manifestando desde hacía años su alergia a la clase de establecimientos repartidos en aquellos suburbios, repitiéndolo en las decisiones que ahora tomaba y en el informe de las mismas rendido en “Un año en la Intendencia de Santiago. Lo que es la capital y lo que debería ser”, de 1873:

Santiago es por su topografía, según ya dijimos, una especie de ciudad doble que tiene, como Pekín, un distrito pacífico y laborioso, y otro brutal, desmoralizado y feroz: “la ciudad china” y la “ciudad tártara”. No hay en esto ni imagen ni exageración. Hay una melancólica verdad. Barrios existen que en ciertos días, especialmente los domingos y los lunes son verdaderos aduares de beduinos, en que se ven millares de hombres, mujeres y aun niños reducidos al último grado de embrutecimiento y de ferocidad, desnudos, ensangrentados, convertidos en verdaderas bestias, y esto en la calle pública, y a la puerta de chinganas asquerosas, verdaderos lupanares consentidos a la luz del día, por el triste interés de una patente. Tal espectáculo aflige al corazón más despreocupado, y avergüenza al chileno más indiferente. Pero se tropieza aquí con la dificultad del remedio radical, y a la verdad que este es dificilísimo porque habiendo creado el vicio proporciones colosales no es posible reprimirlo de un solo golpe. ¿Podemos desesperar por esto? ¿Es posible continúe todavía la autorización de las chinganas en la misma forma bestial que tenían entre los indígenas, de cuyo grosero paganismo son una herencia como dice su propio nombre? ¿No habrá medio de concentrar el desenfreno diseminado en barrios enteros en ciertos espacios a propósito en que se pueda vigilar el vicio en sus manifestaciones, y disminuirlo paulatinamente creando para el pueblo entretenimientos de un orden más moral y civilizador? He aquí un asunto del mayor interés para nuestros estudios y para el de todos los hombres de buena voluntad que se preocupen por el progreso moral de nuestras masas.

En el extremo sur de El Conventillo se hallaba el Matadero de Santiago, convenientemente distante del radio urbano de la ciudad y en los terrenos que habían sido antes del ex diputado Antonio Jacobo Vial y Formas, hacia lo que es la actual calle Franklin, en parte vendidos y en parte donados a la Municipalidad de Santiago hacia 1847. Hasta entonces, la misma zona sólo había dado trabajo de temporada en sus campos sembrados y viñas, no facilitando la presencia de asentamientos importantes. Un llamado a concurso había destinado el proyecto de construcción y explotación del matadero a don Diego Antonio Tagle, por un período de 21 años. Concluido el plazo, en 1868 el recinto pasó directamente a Municipalidad, siendo ampliada la infraestructura del complejo.

 En aquellos primeros años de funcionamiento, entonces, había crecido allí un pujante y enorme campamento obrero, que rodeó las instalaciones del Matadero y que contaba incluso con servicios recreativos, posadas y rústicos conventillos definidos como “chiqueros humanos” por Vicuña Mackenna. Fomentando el anatema que pesaba ya sobre todos aquellos ranchos y terrenos periféricos al sur de Santiago, obviamente llegaron los bodegones, las chinganas y las casitas de remolienda que tanto molestaban también al intendente, las que mantendrían su rasgo vigente allí por más de un siglo y con algunas características heredadas en el actual comercio del mismo barrio, de hecho.

Como el gobierno comprendía que intentar cerrar las chinganas y centros recreativos de los rotos dentro de la ciudad era algo quimérico, se optó por presionar el desplazamiento de aquellos hacia afuera de la misma, algo que Vicuña Mackenna convertiría en causa propia, comentándolo también en su informe de progresos de 1873. El surgimiento de teatros y centros populares de diversión llevará también a la calle San Diego, por entonces parte de esos suburbios, a cobrar una gran importancia que se va extendiendo en su longitud hasta el mismo barrio Matadero, al que conectaba desde la ciudad sobre la ex chacra El Conventillo.

El antiguo portal de acceso del Matadero, hacia el 1900, en el "Álbum de Santiago y vistas de Chile" de Jorge Walton, 1915.

Escenas del Matadero de Santiago en 1906, publicadas en la revista "Zig-Zag". Son retratados comerciantes y matarifes del recinto.

El flamante pabellón principal del Matadero, diseñado por el arquitecto arquitecto Hermógenes del Canto, en el "Álbum de Santiago y vistas de Chile" de Jorge Walton, 1915.

El rápido aumento en importancia del barrio de las flamantes calles de Valdivia y del Matadero, actuales Franklin y Biobío, luego reforzada por haber quedado integrado aquel recinto de Santiago a la circunvalación de los ferrocarriles, queda en relieve en 1875 con la fundación del entonces famosísimo centro culinario y de diversiones de don Antuco Peñafiel, en calle Chiloé llegando al Matadero, local llamado por varias décadas más con su apellido. Fue mencionado en varios trabajos literarios como "Don Pancho Garuya" de Manuel Guzmán Maturana, "Recuerdos de viaje de Buenos Aires a Chile" de Carlos María Urien y “La mala estrella de Perucho González" de Alberto Romero. Este último dice describe así al ambiente del barrio Matadero, en 1935:

Barrio tabernario, entre burdeles infectos y conventillos, una o dos veces por semana, el pobrerío recibía la visita de misioneros del Ejército de Salvación. Gente animosa y de buena voluntad, trataban de atraer oyentes mediante un violín que rascaban entre salmodias y plegarias, en las esquinas más populosas.

(…) Don Carrasco, cuando apunta el tema en medio de la conversación, asume una postura grave, solemne. Mira hacia el fondo de la calle las luces parpadeantes que alumbran la puerta de burdeles sórdidos donde se escurren hombres tambaleantes y desmedrados, y cuando se hace el silencio él aguarda para opinar, exclama dubitativo, lleno de comprensión:

-Para criar vagos, ladrones, patichuecos…

            A juicios igualmente críticos sobre el escaso brillo de la prostitución local había llegado ya Guzmán Maturana, en 1933:

Tuvimos que pasar por frente a los burdeles que había en los alrededores de la Acequia Grande, tan inmundos como el propio canal que corría a tajo abierto. Causaban asco con sus farolillos de papel, sus mamparas grasientas y los rostros burdamente pintarrajeados de las mujeres que asoman a la calle.

Pusimos los caballos al trote para evitarnos aquellas escenas repugnantes y no paramos hasta llegar al Restorán Peñafiel, en la calle de Chiloé frente al Matadero.

No había dramatismo en las quejas de ambos literatos: hacia el cambio de siglo, la población en torno al Matadero había crecido de tal manera que formó poblaciones completas, previsiblemente atestadas de cantinas, prostitución y delincuencia. En 1911 se había inaugurado también la pintoresca y pulcra Población Huemul, al poniente del barrio de trabajo. Un año después, era entregada la Población Matadero entre Santa Rosa, San Isidro y Placer. Como era esperable, sin embargo, esta última también fue alcanzada por la prostitución que rodeaba al recinto obrero. Además, la demolición de muchos conventillos inmundos había dejado a más de diez mil personas sin alojamiento en esos momentos, como observa también De Ramón en “Santiago de Chile. Características histórico ambientales. 1891-1924”, por lo que muchos problemas sociales persistían allí.

El Matadero fue ampliado con nuevos pabellones que aún se ven atrás de los actuales galpones, construidos en 1915 con planos del arquitecto Hermógenes del Canto. Esto convirtió el lugar en una especie de ciudadela, con mucha autosuficiencia que incluía la parranda y la remolienda. Hasta una medialuna de rodeos tuvieron disponible después por el lado de calle San Francisco, rueda descrita por el folclorista González Marabolí en “Chilena o cueca tradicional”. Por supuesto, el maestro cuequero tampoco olvidaba a la fiesta de remolienda ni su relación con el ambiente de la música entre ellos:

También había dos casas de remolienda, las cuales fueron verdaderas escuelas de canto, como fue la de Juan de la Fuente y la de la “Vieja Fidela”, suegra de “Miguel el Chano” y madre de la “Rucia Aida”. En el Matadero había un cantor, el “Chincolito”, que vivía en la calle Víctor Manuel, donde había un sauce al fondo y debajo del sauce se tomaba y se cantaba hasta 2 meses seguidos. El “Chincolito” creía que no le ganaba a cantar el “Paliza”, ese cantorazo de la calle Duarte (…)

Al respecto, desde hacía tiempo un sucio y rústico callejón que se había formado por el costado sur de estos edificios nuevos: venía recibiendo el nombre de calle del Placer desde los mismos años de la intendencia de Vicuña Mackenna, cuanto menos, y estaba entre el recinto del faenado de animales y la estación del ferrocarril. Era pastoril y poco grato todavía hacia el cambio de siglo, cuando su urbanización no estaba completa, razón por la que el suplemento de los días lunes del diario “El Chileno” reclamaba en su edición del 22 de junio de 1903:

Esta calle, que no tiene de placer sino el nombre, ha exasperado de tal manera la paciencia de los que en ella viven que ya claman al cielo por cuanto el pavimento de la calle y de las veredas semeja a antesalas del infierno, pues el barrial que allí existe es peor que el cancerbero de los Campos Elíseos, por cuanto no deja salir a nadie sin que le trague las piernas hasta las rodillas (…)

Allí reina el comunismo en el sentido más amplio, pues no hay distinción entre calles y veredas: tan pronto la vereda desempeña las funciones de calle como esta las de vereda, no hay distinciones, todo es común, como es común también que todo bípedo infante o caballero que pase por aquel Placer, quede en él sumergido hasta los tuétanos.

La leyenda urbana, o quizá la deducción colectiva, ha sostenido desde entonces que el nombre de la calle Placer se debe a la asociación popular que se hizo de ella con las diversiones de su oferta chinganera y prostibular que, por tantos años, fuera tan característica de ella. Después, también había sido extendida más al poniente, hasta donde llegaron la Fábrica de Vidrios y la Planta de Azúcar de barrio Huemul, por lo que la clientela trabajadora era masiva para la remolienda. Dicho sea de paso, se instalaron en ella, además, la Iglesia de Santa Lucrecia y la sede de la sociedad de beneficencia Gota de Leche, ambas en el contorno sur del hermoso y patrimonial barrio Huemul.

Otra vista del gran pabellón que aún existe, enfrente del patio principal (hoy, estacionamientos). Imagen publicada por la revista "Pacífico Magazine" en 1917.

Aviso del restaurante Peñafiel en el diario "La Nación", en octubre de 1918.

Reapertura del restaurante Las 3 B, bajo el mando de doña Juanita Quinteros. Aviso del diario "La Nación" en julio de 1926.

Aunque Placer estaba bastante lejos de ser el único núcleo del oficio dentro del amplio vecindario, en algún momento habría sido percibido como el principal, según parece. Romero también se refiere a ella:

La noche tibia y cordial esponja las voces que surgen del hueco oscuro de las puertas conventilleras, y se mezcla con el grito aguardentoso de los borrachos, el bordoneo de las guitarras, el vagoroso trepidar de la vida.

En lo alto de un paredón de adobes, el nombre de la calle resplandece sobre la placa de metal que fijó la autoridad edilicia para distinguirla en el plano:

Placer.

De acuerdo a su descripción, además, la misma arteria era “palpitante, entre usinas y tugurios”, en los que alojaban las variaras formas que adopta la marginación social en lugares como las casitas de huifa, incluida una de misiá Rosalba:

…las casas chatas asilaban un mundo extraño y pintoresco de pobres obreros y prostitutas; de delincuentes de ínfima categoría y empleaditos del comercio; de jubilados achacosos a los que el encarecimiento de la vida iba relegando al suburbio, donde la niña venida a menos ponía una nota de distinción triste cuando al caer la tarde se exhibía en el marco de la ventana penumbrosa con su cara maquillada y lamentable.

Si acaso la calle Placer debe su nombre al pasado de la remolienda que anidó y eclosionó en aquellos barrios obreros del Matadero, entonces estaríamos ante un curioso caso donde el concepto llegó a influir en la toponimia. Una confirmación más de la real relación de las diversiones populares con la propia historia de la ciudad.

El barrio de Placer y Franklin permaneció largo tiempo más con aquellas concentraciones de chinganas y casas de huifa, en donde sonaba la risa y la música folclórica durante todo el día y toda la noche. Sin embargo, en febrero de 1917 los vecinos de Franklin, San Ignacio y la Población Huemul presentaron sus reclamos a las autoridades municipales por lo peligroso del mismo barrio bohemio exigiendo el retiro de las casas de tolerancia y cantinas, especialmente de calle Franklin, entre otros adelantos que eran necesarios para el cada vez más poblado vecindario.

Las multas a las ventas de alcohol eran reiteradas en esos años, pero no apagaban el fuego. En 1919, por ejemplo, fue sorprendida doña Juana Miranda Maturana expendiendo vino a unas diez personas en el salón de su prostíbulo, ubicado en Arauco 831. Este negocio era propiedad de Francisca Osorio y fue visitado por los agentes de la ley cinco minutos antes de la medianoche del 8 de abril. Varios otros refugios de este barrio y del sector Matta Sur también fueron sancionados en aquella ocasión.

Al Peñafiel, en tanto, habían seguido otros famosos centros culinarios y de parranda totalmente integrados al circuito popular: el Valencia con sus servicios de casa de cena, Las Tres B de doña Juana Quinteros, el aún existente Manchao de calle Chiloé, su cercano vecino El Chépica, El Barco con los tangos del maestro Canaro en Santa Rosa, el Casino Matadero del señor Papapietro hacia la esquina con Arturo Prat con Franklin, Las Tortolitas con sus porotos granados, después el Donde Alfredo de los radicales, etc. Pablo de Rokha elogiaría más tarde, en su "Rotología del Poroto", aquellos sus sabores y aromas criollos, pero también a las chiquillas que los circundaban como mariposas nocturnas a la ampolleta:

Con chunchules son los carajos de buenazos, pues deben comerse como espantosamente por Matadero adentro, en las antiguas cocinerías cuadrinas, o en "Las 3 B", por ejemplo, a la ribera fluvial-forestal de las damajuanas que son estatuas a las tinajas, con las más bonitas "niñas de la vida" o señoras medio putonas, aliados al caldillo de criadillas, a la molleja carrilana y maliciosa, al guiso de tronco, acomodador de las glándulas de los ancianos desaforados y la juventud remoledora...

Por algunos de aquellos boliches y otros del propio recinto del Matadero, además, las hermanas Hilda y Violeta Parra paseaban a veces siendo muy jóvenes y llevando su música por monedas, cuando no estaban en la misma tarea por Matucana. Se presentaban con valentía y entereza ante el bravo público de trabajadores y guapos, hacia los años treinta.

Eran aquellos los tiempos de la crisis provocada por la Gran Depresión, además, con la población santiaguina en urgencias económicas. Las carestías afectaron al rubro, pero parece que también proveyeron de nuevas chiquillas a los lenocinios, además de clientes que antes optaban por formas más refinadas de prostitución. Así, Joaquín Edwards Bello comentaría después en “La Nación” del jueves 11 de mayo de 1939 que, si “un joven hereda y se dedica a la mala vida, aficionándose a remoler en las Tres B, donde Peñafiel y el Huaso Adán, no implica ningún desastre para la economía nacional”.

Ya en 1944, durante el gobierno del presidente Juan Antonio Ríos, el Matadero y sus carnicerías fueron intervenidas en un intento por controlar los problemas de abastecimientos y precios que todavía afectaban a los consumidores. Un gran mercado popular terminó de formarse alrededor del mismo recinto y la prostitución fue perdiendo terreno ante el triunfo del imperio de la ley, con progresivo cambio de público, además. En 1970 el servicio del Matadero de Franklin fue cerrado y trasladado, mientras que la nueva crisis económica de la década siguiente obligaría a destinar los espacios a actividades comerciales, siendo cedidos a los minoristas con sus actuales cobertizos y techados. Comenzaría a quedar atrás la antigua época de la remolienda del Matadero, pudiendo sobrevivir al tiempo sólo un puñado de los más clásicos burdeles, como uno llamado El Hoyo de Franklin, aunque también los alcanzaría la hora de las cuentas finales.

El contorno sur de lo que son los actuales galpones del ex Matadero, ya sin las actividades que le dieron origen y convertido ahora en un próspero mercado popular, permaneció varios años rebosante de cantinas y verdaderos callejones “rojos”, sin embargo, formados por pequeñas mejoras sirviendo también como burdeles. Este ambiente bravo incluía a los que trabajadores, carretoneros y cargadores en el sector adyacente al actual patio lateral del mismo mercado que ocupó aquel recinto. Esta característica mantuvo a algunos de sus exponentes de la prostitución todavía hacia tiempos relativamente recientes, hasta los años setenta según parece, pero eran ya el capítulo final de la antigua historia.

Finalmente, cabe añadir que también hubo algunos boliches del mismo semblante por calle Nataniel Cox y por la orilla de la desaparecida línea férrea, algo que quizá haya influido en la aparición de nuevos negocios con el giro del motel y el dive-inn en sectores cercanos, como el Llano Subercaseaux a las puertas de la Gran Avenida José Miguel Carrera. Allí destacaron, por ejemplo, los servicios dispensados en un caserón palaciego tipo victoriano o Tudor, destinado a tales propuestas para el público, pero que corresponde ya a otra época.

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