LA JAZMÍN: EL DÍA MÁS HOT DE LOS VERANEANTES DE CARTAGENA

 

El verano iniciado a fines de 1983 y agotado en marzo de 1984 se vivió con la inercia de la precariedad económica, a causa de la reciente Recesión Mundial y sus devastadores efectos aún frescos. Chile, un país que había experimentado una breve pero esperanzadora recuperación hacia fines de los años setenta, otra vez quedaba de manos en bolsillos y perdiendo hasta la ropa sucia. Quizá fue por algún alcance del efecto lipstick, pero los santiaguinos no abandonaran las merecidas y ansiadas vacaciones en la costa: eran su único gran gustito en los años de crisis, cuando la billetera decidía por completo el destino al cual irían a parar maletas y bolsos, al menos cuando había posibilidad de uno.

Llolleo, San Antonio, Cartagena, Las Cruces, El Quisco, El Tabo, todos los balnearios en el hoy llamado Litoral de los Poetas, ya eran destinos populares y con frecuentes paseos de trabajo e incursiones de estudiantes en semanas de celebraciones. La misma proximidad del sector costero que había convertido a Cartagena en el destino favorito de la aristocracia capitalina en el pasado, ahora era la opción más económica y al alcance de las clases medias y bajas, facilitada también por la intensa circulación de buses (muchos de ellos piratas) y la existencia de los ferrocarriles de la Estación Mapocho que, si bien estaban ya alicaídos y lejos de su esplendor, continuaban en operaciones, las de sus últimos años de servicio. Habían sido veranos bravos allí, con mártires de la noche como el mismísimo guapo del hampa santiaguina en esos años, el Negro Carlos, rey de los burdeles de calle Maipú cerca de Estación Central, muerto a puñaladas por rufianes locales en el callejón Los Suspiros llegando al famoso rompeolas del balneario, en febrero de 1962.

Las cosas no han cambiado tanto al llegar los ochenta: la noche no es buena ni amable en Cartagena, por lo que muchos abandonan el sector del patinódromo ni bien cierra sus puertas, cerca de la hoy ruinosa Iglesia del Niño Jesús al final del paseo costero. Mucha gente se encierra antes de la medianoche, además, en los conocidos hoteles de la ciudad, entre ellos el Continental, el Miami, el Biarritz, el Reina del Mar y el Del Valle, después convertido en el Hotel La Serena. Los más valientes pasean por el rompeolas hasta que se apagan todas sus luces, los niños se asilan en los ruidosos locales de videojuegos y los jóvenes buscan diversión en las discotecas que había por calle Carrera Pinto y la avenida Playa Chica, a un lado de la playa epónima. Un edificio con establecimientos recreativos se ubicada justo enfrente de esas arenas, y una pasarela peatonal que lo conectaba con la playa por encima de la calle era el gran lugar de encuentro, terminando su servicio años después cuando fue destruida por un camión excesivamente alto.

La Municipalidad de Cartagena y la radio de la misma ciudad (¿sería Onda Azul, creada hacía pocos años?) se esforzaban por hacer más interesantes aquellos veranos, surgiendo la idea de una suerte de festival diurno en la misma Playa Chica. La estación montaba para esto una tarima con grandes amplificadores y publicidad para los auspicios, contando con la conducción de un locutor de la misma emisora que transmitía en vivo todo el evento. El escenario quedaba ubicado al inicio de la playa y de espalda al paseo del rompeolas, por lo que el gentío allí acumulado sobre la arena tibia, durante esas horas gratuitas de música y canto, llegaría a ser enorme.

Los organizadores esperaban dar un acento localista a los shows, además. La parrilla de artistas solían ser con personajes conocidos en los escenarios de esas ciudades costeras, vestigios de la entretenida bohemia que había existido en el pasado de esos mismos balnearios y no sólo durante las vacaciones. Por lo mismo, uno de los reclutados era el entonces joven humorista Piña Colada, Carlos Cerón, residente en Cartagena y, según decían, ostentando este pseudónimo artístico desde el apodo que recibía en tiempos anteriores, cuando habría sido uno de los muchos vendedores de helados de aquellas playas.

Cabe señalar que, donde quiera que fuera invitado, Piña Colada era un acierto. Una década después tuvo una buena presentación en el Festival de la Canción de Viña del Mar, de hecho. Pero entonces, siendo poco conocido afuera de esos reinos litorales, llevaba al escenario de su comuna una artillería de chistes tales como que su hermana "era tan fina y señorita, que los chupaba con servilleta". Desafiando a la autoridad, también largó la especie de que su Cartagena querida "es tan ordinaria y pobre que el alcalde es un boy-scout", aludiendo a los alcaldes ligados al mundo militar en plena dictadura. Por la misma época, el consagrado Hermógenes Conache contaba chistes muy parecidos a los de Piña Colada en las rutinas que paseaba por boîtes y que llevó también a la Quinta Vergara, aunque muy adaptada, en la noche de su censura supuestamente por lo grosero de su rutina, en 1984.

No faltando artistas disponibles en la zona, sin embargo, había un problema para la organización: muchos de ellos eran pescadores, cantores, folcloristas u obreros que se dedicaban a zurrar la guitarra ebrios en los figones de caletas y barrios más interiores, o bien en fiestas con formato de chingana y desafiantes de los toques de queda. Otros eran sólo imitadores no oficiales ni admitidos de músicos del cancionero de la izquierda, al estilo Víctor Jara o Silvio Rodríguez, con riesgosas pero irresistibles tendencias a hacer proclamas políticas en los escenarios de aquel adverso contexto de tiempo, plena dictadura. Era difícil dar al respetable público una variedad de números a la altura del pequeño festival veraniego, tal vez, evitando que terminara sólo en canturreo y chistes desafiando al poder.

Como sea que se llegó a este desenlace, entonces, los encargados buscaron números que pudiese resultar interesantes y dinámicos, dando en los periplos con una veinteañera que se hacía llamar con un sugerente nombre artístico: La Jazmín, pronunciado en inglés. Tomada desde uno de los varios cabarets sombríos y night clubs de luces centelleantes que hacían su propio buen verano en aquellas temporadas, la muchacha tenía ciertas ambiciones artísticas, según parece, así que aceptó presentarse como bailarina y al son de una enérgica música en el gran proscenio, tan diferente a la pequeña peana redonda (y suponemos que con poste metálico) en donde solía conquistar las miradas de beodos.

Jazmín era bajita y de piel morena, con algo de esos rasgos ligeramente afros que, de manera ocasional, asoman entre los chilenos de línea más criolla y mestiza, desde lo profundo de mezclas perdidas en el tiempo. Distaba mucho del albor de la flor que eligió como alias, entonces, aunque esto hacía que fuera percibida como una chica exótica y, por lo tanto, más interesante. Sus ojos eran somnolientos, "de chinita", con mirada indiferente y poco expresiva. Tenía un negro cabello al que intentaba dar formas más maleables usándolo un tanto corto. A pesar de sus ambiciones y si bien la estética no acompañaba del todo a su rostro que, como decía el escritor Luis Cornejo sobre uno de los personajes de "Show continuado", simplemente "quiso ser bello, pero se arrepintió", compensaba estas debilidades con su bonita figura y piernas atractivas en los estándares de la época, favorables también a sus aspiraciones de bailarina.

La popular Playa Chica de Cartagena, hacia 1960. Fuente Imagen: Cartagenafm.cl

Playa Chica hacia inicios de los años ochenta. Atrás se ve la Iglesia del Niño Jesús, conocida también como la Iglesia Maldita por sus leyendas, terminada de ser destruida en el terremoto de 1985. Fuente imagen: Blog "Chile sus mitos y leyendas".

¿Quién pudo tener aquella extraña y peligrosa genialidad de subir al escenario a una bailarina de topless? Misterio absoluto. Favores pagados por un organizador a su favorita, o viceversa, no sabemos... ¿Alguna piadosa oportunidad para que la juglar de las noches saliera del ambiente de luces de neón y la neblina de los cigarrillos, y se sintiera así estrella durante un rato? Ni en el Cielo lo saben... Tal vez se cayó un artista y era urgente el reemplazo; o alguien tomó decisiones laborales sin mirar bien los currículos... Quizá sólo venía arrastrada por otro de los invitados al show... Sólo se puede suponer y tratar de adivinar.

Como si los chistes de Piña Colada ya no fuesen suficiente material para escandalizar a las viejas, irritar las mejillas a los muchos niños que estaban presentes ese día y tocarle la orejita a los censores, entonces, la roja cereza al marrasquino de esta fiesta iba a ser Jazmín, haciendo mucho más que acelerar los corazones masculinos allí reunidos. Era un día caluroso, alegre y en medio del verano, con los ánimos propios de la muchedumbre vertidos sobre la Playa Chica... Y llega así la hora de la muchacha, presentada por el locutor.

Nadie parece reconocerla sólo por su pseudónimo. Y, cuando sube con sus pequeños pies descalzos hasta el escenario, aparece sencillamente vestida, sin glamoures: con un corto pantalón short, una camiseta estampada y ciñéndose un poco en la parte de sus firmes mamas, por las proporciones. Masca chicle sin disimulo, ajena a los protocolos artísticos. Con esta apariencia algo apática, parece que sus lindas piernas serán todo lo que estaba dispuesta a mostrar, algo que estaba por ser desmentido.

Los aplausos de los calenturientos estallan ni bien se asoma, así como los churros, silbidos y piropos bobos salidos desde la profundidad del instinto reproductivo más que de la creatividad de un país de poetas. Sin embargo, los aplausos trepan también por encima de los primeros murmullos, escondiéndolos: "Es ella, la del...", "¿Es la misma que estaba en...?", "Pero si es la...". Algunos ya saben de quién se trata, efectivamente.

Comienza a sonar la música, fuerte y bien golpeada. Jazmín se vuelve una fiera felina, no especialmente sexi, pero sí con una forma de bailar tan agresiva como seductora. Parte no del todo entregada a las miradas libidinosas en los hombres presentes, las de intimidación en las mujeres que los acompañan y las de curiosidad esculcona entre los adolescentes, quienes son los más sorprendidos. La danzarina gira, lanza patadas al aire, se lleva los brazos atrás para luego manotear al frente, sacando el mayor provecho que puede a la holgura de este escenario, tan ajeno al de sus demás presentaciones particulares y en clubes. Como en aquellos antros, sin embargo, va cayendo en cuenta de que tiene toda la testosterona del público entre sus manos, y que por estos minutos es la absoluta reina de Cartagena, la diva de estas vacaciones.

Pero la danza comienza a volverse picante, por lo mismo; a salirse de control, más bien. La odalisca moderna está olvidando en qué lugar se encuentra ahora, arrastrada por el entusiasmo y gozando en silencio de la idiotización sexista que ha logrado provocar en los machos más y machos menos, prácticamente todos ellos santiaguinos. Estos la alientan a seguir más arriba la excursión, además, al menos los que no tenían al lado a alguna enfurecida novia o esposa, y que no eran pocas.

Mientras hace vueltas y contorsiones, entonces, la muchacha comienza a probar los límites: cada cierto tiempo se detiene de cara al respetable y comienza a levantar su blanca polera, enrollándola sensualmente mientras cae la lengua y la baba de los califas, para luego soltarla en el momento exacto en que ya se veía la curva inferior de sus bien proporcionados pechos, precediendo así a retomar su agitada coreografía. No había sostenes allí abajo, ni nada que separara la piel del género. Era un infarto colectivo en cada ejercicio de aquellos, a la vez que una frustración para los más hipnotizados con el baile, motivando coros de más gritos y exclamaciones espontáneas que pasaban por todas las vocales.

Entre el sonido de batería y guitarra de las pistas, Jazmín volvería así a su travesura: subir poco a poco la tela y bajarla apenas aparecía parte del brillo de sus perlas, tal vez la piel más blanca de su cuerpo, otra vez con los ojos de los varones disparándole miradas encima como proyectiles.

Entendiendo la ansiedad del público y ya totalmente abstraída en gozar de sus breves minutos de fama, hacia el final de su acto la danzarina mascadora de chicle resolvió que debía dar el salto al vacío y hacer lo impensado; lo que todos querían y le rogaban por telepatía, aunque resignados a la convicción intuitiva de que, en realidad, algo así no sucedería... Su último levantamiento de la camiseta fue, definitivamente, arte de topless, entonces: sacudió la tela de tan generosa manera que, por fin, sus pezones de color chocolate asomaron íntegramente por abajo, ante la euforia y los gritos haciendo temblar Plaza Chica. Fue un momento fugaz, pero sublime y aturdidor, casi una revelación o de desbloqueo de una prueba de desafíos.

Tras unos cuantos pasos más, terminó el número de Jazmín y los aplausos desenfrenados desgarraron la fina tela del control que separa lo normalizado de lo trasgresor. La cara de los más jóvenes era de un grato y absoluto pasmo acompañado de risas; de no creer aquello de lo que acababan de ser testigos en la conservadora y reprimida sociedad de entonces. Por unos instantes, Cartagena se volvió el lugar más amado de Chile para tantos capitalinos presentes. En cambio, la diva, ya acostumbrada a los piropos y otras manifestaciones reflejas del impulso masculino, retornó a su cápsula de indiferencia y salió tranquilamente del escenario, ayudada por una explosión de manos que intentaban fingir caballerosidad y atenciones en su descender por las escaleras.

Un nervioso y visiblemente preocupado locutor volvió al micrófono, allí arriba. Comprendiendo los alcances que podía tener lo que recién se había visto, intentó desviar la atención desde el flash e impacto del show de la muchacha a la manifiesta alegría de la milicia hot allí presente, con algunas adulaciones al machismo colectivo. Era tarde, sin embargo...

A pesar de que el público no se salió de madres ni reaccionó provocando situaciones reprochables, la fiesta no terminaría bien para el festival cartagenino: la policía uniformada e integrantes de la administración municipal aparecieron obligando a terminar las transmisiones y concluir el programa restante del show. De nada sirvieron las protestas de la gente y los organizadores. La estación radial se valió ya entonces de la carta comodín favorita en el mundo de los espectáculos y las artes de entretención, en su defensa: asegurar que ellos sólo hacían cultura, por lo que la reacción de las autoridades era incomprensible y exagerada. No habiendo claras razones para semejante censura, sin embargo, todo se barajó principalmente entre molestias edilicias por los chistes de corte político de Piña Colada y, por supuesto, el espectáculo libre de cadenas y grillos lascivos con el que se arrojó al escenario La Jazmín.

La noticia del baile erótico había corrido por todo el balneario y avanzó como fuego en el pasto seco. Llegó, quizá, a todas las casas arrendadas por vacaciones y las piezas de hoteles. Las advertencias a amigos y familiares que no estuvieron presentes era sobre "lo que se perdieron", casi como burla, por no haberse quedado esa tarde en la Playa Chica. Ya en la noche, el nombre de la bailarina continuaría en la boca y la cabeza de muchos parroquianos de los restaurantes, marisquerías y discotecas, pero sólo los privilegiados que estuvieron allí tenían derecho a recuerdo. Muchos de los chiquillos testigos del incidente Jazmín, además, seguramente celebraban haber visto el primer busto no materno que aparecía ante sus ojos y que hasta sería útil a sus onanismos. Para lo adultos libidinosos, en cambio, pudo haber sido el último a la vista en vivo y tan cerca, fuera del que pertenecía a sus propias esposas.

A la atrevida pero, finalmente, muy complaciente Jazmín, se le pierde de inmediato la huella en aquella costa chilena, a continuación de aquel episodio. Cual fuera su verdadero nombre y su destino después de tales incursiones como bailarina de clubes nocturnos, de la diva de Cartagena nunca más se supo.

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