EL VIEJO BURDEL LA GLORIA DE CALLE SAN BORJA

Plaza Argentina y Estación Central Alameda. Imagen tomada el 27 de marzo de 1920.

Otro de los varios burdeles que vio la luz y reinó en los barrios alrededor de la Estación Central, más o menos entre principios de siglo y el período alrededor del Centenario Nacional, quedaba a un costado del complejo ferroviario, hacia el sur, y era regentado por una tal tía Emma. Muy poco habría sobrevivido en la memoria sobre él, salvo por una asombrosa excepción: Joaquín Edwards Bello, en su conocido libro "El Roto" de 1920. A esta fuente se debe, además, el ser reconocido para la posteridad con el nombre de La Gloria que le asigna en la misma obra.

Muchos pensarían que el aristocrático y a veces circunspecto don Joaquín jamás podría haber conocido en persona los prostíbulos de uno de los barrios más oscuros del Santiago de entonces. Es difícil imaginarse a tan orgulloso de sus abolengos bailando ahora con las niñas felices al compás de un piano desafinado tocando una polca. Pero el burdel de La Gloria que describe en su novela, efectivamente no es fruto del capricho ni de lo captado a oídas: Edwards Bello conoció personalmente al prostíbulo original cuando tenía sólo 23 años.

Aquella experiencia fue reconocida por el mismo escritor, en un texto citado en su trabajo "Recuerdos de un cuarto de siglo", publicado en los años sesenta por Editorial Zig-Zag, pero que originalmente pertenecía al artículo suyo “La obscenidad en la literatura”, publicado en el diario “La Nación” del sábado 8 de mayo de 1954:

En la misma época conocí el prostíbulo de Ema Laínez, en la calle Borja Nº 227, en el que anduve perdido después de publicar El Inútil, en 1910. De mis observaciones de dicho prostíbulo, y de otro, de Rosa San Martín, hice el prostíbulo y la patrona que aparecen retratados en El Roto.

Para nuestro gusto y el de todo interesado en estos temas, entonces, la descripción que el escritor construye en "El Roto", no debe estar muy alejada de lo que se sabía entonces al respecto. Por la misma razón, damos el crédito como fuente válida a su pluma.

La Gloria de la novela, tal como el burdel de la tía Emma real, quedaba al lado de la estación "al reverso de esa decoración flamante que se llama Alameda", según el comentario del autor. Hasta hoy esta calle "típica de los barrios bajos santiaguinos" es llamada San Francisco de Borja, una de las principales del barrio después de la Alameda Bernardo O'Higgins. Por supuesto que la de entonces tenía varias diferencias con el cómo se ofrece ahora, algo observado por el propio Edwards Bello en su momento. A la sazón estaba plagada de ratas enormes que vivían en las acequias, a su vez llenas de mosquitos. Sólo una horrible muralla salpicada de dibujos y palabras obscenas separaban la vía exterior de las líneas férreas. De este murallón sobrevive sólo un fragmento en nuestro tiempo: el tamo de la famosa animita de Romualdito, hacia la entrada de la calle, que luce cargada de placas de agradecimientos por "favores concedidos" y obsequios dedicados al finado, asesinado por unos rufianes en 1933.

Sin embargo, a pesar del ambiente bravo y pecaminoso las propiedades de estas calles pertenecían al Arzobispado de Santiago. Era un hecho que resultaba bastante polémico y que causó roces entre algunos denunciantes con la Iglesia, incluido el mismo autor de “El Roto”. Además, el burdel de la tía Emma estaba lejos de ser el único rincón de amores pecaminosos que funcionó por allí, con los propietarios y autoridades haciendo vista gorda.

La interesante descripción que el literato y cronista hace del lupanar La Gloria de San Borja es la que sigue:

Se entraba al prostíbulo por una mampara iluminada en las noches con un pesado farol que recordaba la Colonia. Seguía un pasadizo y adentro estaba el patio, rodeado de piezas -corazón del lupanar. Además de las niñas, vivían allí la criada y la patrona. En cada habitación había tres o cuatro lechos, separados unos de otros por cortinas corredizas colocadas sobre cordeles que cruzaban de una a otra pared; en los lavatorios -donde los había- veíanse flores de papel, cajitas redondas de polvos de Kananga; otras más pequeñas de crema de almendras y algunos frasquitos con medicamentos de raro aspecto, recetados por las meicas del vecindario.

Estación Central en el siglo XIX, antes de contar con su actual gran galpón.

Imagen del comercio alrededor de la Estación Central en la revista "En Viaje", año 1961.

Joaquín Edwards Bello en su juventud.

Después, pasando a detallar ya cómo era allí el característico salón central de los burdeles, advertimos que el de La Gloria tuvo las siguientes características:

El salón era lo más hermosos de la casa: ancho, grande, alfombrado de rojo y empapelado de verde, con gran espejo, piano y sillas poltronas tapizadas del mismo color de la alfombra. En el testero principal, una oleografía llamativa de la familia real italiana, y en los laterales estampas en colores y de grandes dimensiones representaban escenas polares: una caza de osos blancos en el Mar del Norte, y un barco de pescadores surcando un mar plagado de témpanos, bajo los rayos rojizos del Sol de Medianoche.

Había otros detalles notables y muy típicos de los lenocinios, por supuesto. Los armarios de las niñas, por ejemplo, solían estar colmados de vestidos y prendas de diferentes intenciones, aunque esto no era sólo por una respuesta a las necesidades del oficio allí ejercido, sino también para complacer la altísima y demandante autoestima del personal. Estos también eran vendidos a las asiladas por la cabrona a valores descaradamente abusivos, como solía ser siempre el caso, de modo que Edwards Bello es enfático en señalar que un solo vestido de características sencillas y con botas de taco alto completando el conjunto, podía ser todo un lujo que dejaba perpetuamente endeudada a la prostituta con su regenta, aunque esta situación no parecía angustiarlas mucho. Estas abundantes prendas dentro del burdel aparecían también en los cajones de las cómodas, en el baño o secándose colgadas en cuerdas y percheros.

Más allá de su estupendo salón y las pretensiones de la decoración artística, sin embargo, se trataba de un burdel con cierta pobreza, de acuerdo a los detalles que registra: había puertas sin chapas y ventanas interiores sin vidrios, tapadas con diarios y cartones. En los muros, en tanto, colgaban "fotograbados, imágenes, recortes de periódicos, anuncios en colores, viejos retratos desteñidos, abanicos sucios, con exuberantes escenas bucólicas o marinas". Estos eran elementos más o menos comunes a los viejos prostíbulos obreros de todo Chile, ciertamente.

El escritor detalla incluso las características de la habitación de la regenta que, de acuerdo a sus confesiones de inspiración, debió ser el de la propia tía Emma:

La habitación de la patrona era una especie de bazar con colgaduras de colores y olor a ratón. Constantemente, entraban niñas preguntando: “¿Dónde estará el destapador?”. En confusión estrafalaria se veían muebles dorados, un santo quiteño adornado como otra niña, un juego de ajedrez, una vaca de cartón, un anteojo de teatro, y un Balmaceda, de yeso, con la banda pintada en la barriga. Encima de la mesa un gato empajado era el dios de esa pagoda. La habitación tenía un vaho especial como las tiendas de fruta y chancaca. Ella se llamaba doña Rosa, estaba afligida de una cojera fenomenal y aseguraba, como todo chileno, que pertenecía a una gran familia. La vanidad suele tener caracteres de elefantiasis.

No sabemos hasta cuándo habrá funcionado el burdel original de la tía Emma allí en los reinos ferroviarios. En general, las viejas casitas de remolienda de este sector en particular alrededor de la Estación Central acabarían siendo desplazadas o debiendo competir con otros más nuevos del cercano barrio de la calle Maipú, por ejemplo, especialmente hacia mediados de siglo según ciertos testimonios. Esto sucedía, además, conforme se recuperaba para el barrio ferroviario un carácter de comercio popular que hasta hoy se mantiene pero que, con frecuencia, se convierte en una pesadilla para policías y municipales, especialmente en nuestra época.

Finalmente, según las notas preliminares que Alfonso Calderón dejó a los lectores en la edición de "El Roto" de 1968, publicada ahora por Editorial Universitaria, el sitio del burdel original de calle San Francisco de Borja fue ocupado después de un señor de apellido Gatti, quien instaló un almacén en el lugar, ya desaparecido. En aquel número hoy existe un caserón de dos pisos que ha servido como local relacionado con mecánica automotriz y después para venta de ropa de segunda mano.

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