Ilustración de la casa de tolerancia de doña María Luisa, hecha por Coke para sus memorias.
Un aire de confusión y misterio rodea a la historia de doña María Luisa y su simpática casita escondida en algún lugar de Santiago que no siempre parece bien precisado. El tiempo transcurrido desde sus esplendores y el uso que hicieron de su nombre otras respetadas cabronas del medio, incluso en regiones extremas como sucedió en Tarapacá y Magallanes, ha sido simiente de confusiones varias sobre cuál fue su lugar correcto y su tiempo exacto. Las ficciones sobre ella que aparecen de cuando en cuando en la literatura, además, facilita mucho este arcano vórtice rodeando aquella identidad ya perdida en el pasado de la ciudad capitalina.
¿Cuál fue la primera casita de María Luisa en Santiago? ¿Cuántas tías tomaron para sí este mismo nombre en 70 años de atracciones prostibulares? ¿A quién de ellas podremos considerar como la “auténtica”? Intentaremos resolver, aunque sea en parte, algunas de estas válidas interrogantes.
Rakatán Muñoz no se explaya demasiado a la hora de explicarnos qué era la huifa de doña María Luisa, en “¡Buenas noches, Santiago!”: “Fue una de las casas de diversión más concurridas, especialmente por la ‘gente linda’ de su tiempo”. Sin embargo, el periodista de espectáculos pertenecía ya a una generación posterior al apogeo del mismo centro de recreaciones. Con más honestidad y relación temporal, en cambio, el vate Pablo de Rokha nos deja para la memoria esta confesión de su autobiografía “El amigo piedra”, editado por Naín Nómez:
Me aburro con empleaditas y mujerzuelas, bebo cuanto puedo, alterno mi abrigo soberbio con la capa de España de Pedro Sienna, frecuento el prostíbulo de la María Luisa y estallo en sollozos, una noche turba y sucia de invierno, entre junio y julio…
El burdel de la tía María Luisa no se parecía a nada conocido en el Santiago de principios del siglo XX: era, más que un lenocinio, un verdadero centro social digno de los que podían encontrarse en el desaparecido Portal Mac-Clure de la Plaza de Armas, con salas de tertulia, bibliotecas disponibles a la consulta y un salón musical. Todo con una exquisita decoración de espejos, muebles finos y lámparas de cristal pendiendo del alto techo de la casona, mientras las sobrinas de la regenta paseaban con gran desplante y bien vestidas, atendiendo a los clientes. Era un lugar diseñado especialmente al público de alta categoría, entonces, selección que hacía no sólo el gusto por la oferta ofrecida, sino también los valores que allí se manejaban.
Decían que estaba ubicado en pleno barrio de Los Callejones, en un sector ya desaparecido de esas manzanas, según ciertos memoriones y cronistas. Otros, sin embargo, señalan con más precisión histórica y espacial que era parte del enjambre de lupanares de calle Eleuterio Ramírez, cerca de San Diego. En su “Historia de Chile, 1891-1973. La sociedad chilena en el cambio de siglo, 1891-1920”, el historiador Gonzalo Vial Correa agrega que en la misma calle con el nombre del héroe de la Guerra del Pacífico doña María Luisa debía competir con otras conocidas colegas como las misiás Jesús Cedrón y Sofía Rocha, también ostentando refinados lenocinios.
De acuerdo a Raúl Morales Álvarez en su novela “Soldado de la fortuna”, doña María Luisa era una mujer “de ojos profundos, la boca vehemente, el cuerpo gracioso y redondo”, quien había entrado ya en años, con sus patas de gallo y canas trepando por sus sienes. “Pero se veía todavía bella bajo la media luz nocturna donde agonizaban su vida y su oficio, como algo destinado a morir con lentitud”, agrega, comentando también que asombraban “los modales de gran dama con que se conducía la famosa celestina”. “¡Hay putas señoras, y señoras putas...! ¡La María Luisa es una señora puta…!”, declaraba uno de los personajes de la misma narración, el rufián Jacinto Bulboa.
Sin duda alguna, podemos dar por hecho cierto el que se trataba del mejor establecimiento de ese sector de Santiago, además de otro de los más antiguos, con su mejor época hacia los años diez a treinta, aproximadamente. Esto significa que los favorecidos quienes pudieron conocerlo fueron, en lo principal, los nacidos a fines del siglo anterior. Su prestigio era tal que muchos intelectuales y hombres de letras como los nombrados, además de políticos, profesionales de las leyes y hasta académicos, habrían formado parte de su distinguida clientela sabiendo que las visitas al mismo club no macularían sus impecables prestigios y abolengos sociales.
Otra característica del afrancesado lugar era la hermosura de sus niñas, algo especialmente interesante a los más calentones o los que estaban dispuestos a solicitar servicios sexuales que, a esas alturas, eran apenas una parte de lo que podía ofrecer tan distinguido sitio. Este era el rasgo más popular que podía ofrecer la casa dentro de todo su conjunto de propuestas, sin duda, y así encontramos a Gonzalo Drago poniendo en boca de uno de sus personajes de la novela “Los muros perforados”, el Ñato Jiménez, la fresca frase:
Bah, pero yo conozco las calles Ricantén, Maipú y Eleuterio Ramírez, donde hay más casas de putas que en cinco provincias juntas. En la calle Ricantén, donde la María Luisa, me pegaron la primera “purgación”. Fue una rucia macanuda, con unas ancas de este ancho.
Sin embargo, Alberto Romero menciona en su novela “La mala estrella de Perucho González” a María Luisa localizándola también en un caserón de la calle Eleuterio Ramírez, en el llamado Barrio Latino del sector San Diego, en Santiago. Según este relato, ante cualquier amago de peligro o mal comportamiento entre los presentes, la dueña asomaba por las escaleras a su residente el Gringo Perry, su matón estable y quien había llegado hasta allí como protegido de la misma cabrona, tras abandonar el pugilismo y haber padecido de tisis.
Quien llega más allá que todos es el multifacético Jorge Délano, el famoso caricaturista y cronista detrás del pseudónimo Coke. En sus recuerdos plasmados en “Yo soy tú” de 1954, en un capítulo enteramente dedicado a la remolienda de esos años, propone la definición de “salón literario” para la huifa de María Luisa, precisamente, tras haberlo conocido en su juventud. Era un lugar capaz de congregar a “las personalidades más destacadas del arte y la literatura en sus salas recargadas de felpa roja y espejos de arrimo con marcos dorados a la purpurina”, en donde se reunían los escritores a conversar sobre los libros que estaban preparando y los poetas de declamar sus más recientes versos, todos alrededor de poncheras y con cantoras cantando en la sala.
Aquel ambiente debió ser soñado por los literatos de la época, usando al establecimiento como su lugar de discusiones e inspiración. La fiesta que apagaba los fuegos de la escritura, en cambio, comenzaba al pasar la medianoche. Era el momento en el que la cabrona reina y dueña de casa hacía su sensacional aparición, asomándose por el salón para dirigir las celebraciones allí desatadas hasta las horas de la mañana. La costumbre era bailar una cueca con “tamboreo y huifas”, agrega Délano, quien describe así uno de aquellos singulares encuentros:
Una noche en que la plana mayor de “Zig-Zag” festejaba el “santo” de uno de sus redactores, se acordó a la hora de los postres continuar la fiesta en la non sancta casa de la María Luisa. El inolvidable sacerdote, crítico y animador de las “Preguntas y Respuestas”, don Emilio Vaïse (“Omer Emeth”), se escabullía entonces discretamente, y el resto de los contertulios se trepaba en los desvencijados “fiacres”, los taxis de aquellos tiempos en que no había tan desatinada prisa. Yo, que era el benjamín de la comparsa, me sentí, no sin inquietud, obligado a sumarme a la alegre caravana. Aquella fue mi noche de estreno… Apenas la María Luisa ocupó su sitial, le fui presentado en mi calidad de artista precoz.
Dice también que, esa misma noche, doña María Luisa lo llevó hasta su dormitorio (privilegio que sólo tenían los visitantes más queridos y de confianza), ofreciendo varios brindis por él y pidiéndole a cambio un pequeño favor: que hiciera para ella un dibujo que pudiese quedar incorporado a su álbum de ilustraciones. Coke cumplió haciendo un retrato a boceto de una bailarina del Teatro Municipal, de moda por entonces.
El dibujante pudo hojear también aquella maravilla hoy extraviada, en donde coleccionaba páginas pintadas y trazadas por importantes artistas y dibujantes de aquellos años, incluido un boceto del pintor Alfredo Valenzuela Puelma, fallecido en 1909. Pero había más allí, todavía:
También había sonetos originales de Pedro Antonio González, Pezoa Véliz y Antonio Orrego Barros, este último autor de una canción que tuvo su origen en estos “salones” y que evoca la época en que las mujeres usaban descomunales sombreros y boas confeccionados con plumas de avestruz:
Es inútil soñar, es inútil soñar,
Lo que brilla entre nubes lejanas
No se puede jamás alcanzar…
Cuántas más así nacieron al acorde de una guitarra, al lado de una criollita linda y en un ambiente de arte, amor y alegría que saludaba el alba con las notas de una nueva canción.
Ya de regreso en el salón de la tía María Luisa, Coke pudo conocer también a una de las asiladas de la casa, quien usaba el nombre de Amélie en otro detallismo afrancesado del burdel y “seguramente con la intención de contrarrestar la competencia que ‘las gabachas’, recién instaladas en la calle García Reyes, hacían a las geishas criollas de Eleuterio Ramírez, el Yoshiwara santiaguino”, evocando con ello al famoso distrito de la prostitución japonesa desde el siglo XVII.
El autor parece haber quedado bastante interesado o intrigado con Amelie, por cierto. Dice después que era muy atractiva, de grandes ojos negros: “me amó con la pasión que las mercenarias de Venus saben poner cuando, en desquite de su triste sino, regalan sus caricias por auténtico amor”, revela. Dice que incluso ella pasaba a buscarlo a veces, en horas de la tarde, cuando trabajaba en el taller de la revista de sátira política “Corre Vuela”, de editorial Zig-Zag, la que existió hasta 1927. Partían ambos a pasear al Parque Forestal, mientras ella iba de su brazo comentándole de lo bueno y lo malo de su vida, de sus frustraciones y de su convencimiento de que nunca podría formar un hogar propio, pues “¿Qué hombre se atrevería a casarse con una puta?”, se preguntaba.
Cuando la famosa y elegante María Luisa murió, la noticia corrió por todo el ambiente de sus clientes, especialmente entre los escritores que frecuentaban el salón literario de la casa. El deseo de acompañarla en su última despedida fue general, y la funeraria preparó una ambientación especial para el lugar de su velatorio, con cortinas cubriendo los muros decorados y los espejos de la casa, además de instalar una lámpara de seis velas. Fue colocada en el cajón con su característica bata, ornamentada con cintas de color lila.
Como último adiós para la cabrona, alguien abrió la bodega del lenocinio y se repartieron botella de licor con la que brindaron toda aquella noche por ella. Al amanecer, justo en esas horas cuando ella se retiraba a dormir a su habitación, comenzó a sonar la “cueca del adiós”. A falta de cajón sonoro y tormento, su propio ataúd fue usado para la percusión de la pieza, convirtiendo el funeral en una enorme fiesta, como muy probablemente ella misma lo hubiese querido. Así recordaba Coke aquella despedida:
Los funerales se efectuaron a medio día y los transeúntes vieron con estupor un cortejo farandulesco, formado por larga fila de “fiacres” llenos de pijes borrachos y prostitutas pintarrajeadas. ¡Digno tema para los pinceles de un Gutiérrez Solana!
¿En manos de quién habrá quedado el valioso álbum de la intelectualizada reina de la noche?
Délano cierra su relato diciendo que, 40 años después, recibió complacido una carta con felicitaciones desde un pueblo de Perú, remitida por su amiga Amélie. Había visto el cuadro que él había pintado del ex presidente Arturo Alessandri Palma y que apareció en portada de la revista “Zig-Zag”. La leyó muy emocionado, y esperando que ella hubiese enderezado su vida y logrado sus sueños de formar un hogar, ahora convertida en abuela y enseñando a sus nietos el cuadro hecho por quien había sido su amigo de juventud.
Cosas bellas tuvo, así, la historia de la María Luisa. Seguramente las hubo también oscuras, pero ya han quedado en el olvido, como tantas otras, de tantos lugares y almas dentro del mismo mundillo, de esa misma época olvidada, de la que recordaba Joaquín Edwards Bello en “La Nación” del martes 18 de enero de 1938:
Cueca, Frou Frou, remoliendas, la María Luisa, la Elvira Silva, los salones ornamentados de grandes espejos guarecidos de tules azulosos; las luces tamizadas en grandes pantallas. Era la época del matón, precursor del boxeo, antes de Joe Daly, de Budenich y de Perry… Pandillas rivales; ojos en tinta, y “pacos” atacados a combos.
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