La antigua calle de las Ramadas, actual Esmeralda, con vista de la Posada y la plazoleta. El dibujo parece pertenecer al destacado ilustrador Luis F. Rojas y aparece en la revista "Pacífico Magazine", que reprodujera una conferencia de Sady Zañartu de 1919.
Buena parte de la entretención de los barrios ubicados en la ribera sur del Mapocho permaneció atrapada en las sombras cómplices de la clandestinidad y encontrando puntos de encuentro con la luz tibia pero impersonal de las candilejas más artísticas. Esto, porque la tradición popular imperaba en aquella ribera, antes de imponerse la modernidad de la oferta con la diversión para el trasnoche en sectores como el famoso “barrio chino” de calle Bandera.
El turbio atractivo de la ex calle de las Ramadas o actual Esmeralda, particularmente, se remontaba a tiempos coloniales, cuando era un callejón polvoriento y lleno de posas de agua con pequeñas ramadas, chinganas y quintas folclóricas, además de casas de juego. Destacaría con el tiempo, también, una plaza de diversiones en su centro, nacida en donde estaba una parada para paseantes que bajaban del antiguo Puente de Palo, el que unía este sitio con la entrada a Recoleta al otro lado del río. Algunas de las primeras experiencias del teatro artístico tuvieron lugar en torno a aquella Plaza de las Ramadas, y el primer teatro netamente chileno y republicano, de don Domingo Arteaga, fue habilitado allí en los años del gobierno de Bernardo O’Higgins, emigrando después más al poniente pero dejando un importante rasgo recreativo reforzado en las mismas cuadras de Las Ramadas.
Se supone que la fiesta permanente de la vía de marras había comenzado cuando doña Juana Carrión, vecina y posadera interesada en atraer más clientes a su chingana allí abierta, puso a su hija a cantar contagiosas tonadas con esas mismas letras pícaras que horrorizaban al pijerío citadino. Según la leyenda, la idea fue un éxito y comenzó a ser copiada por las vecinas y cantoras tras advertir lo bien que funcionaba esta carnada para los parroquianos.
Surgió así un barrio de recreación popular, Las Ramadas, que atrajo también los vicios y placeres, por supuesto. Dice Sady Zañartu en “Santiago. Calles viejas” que este nombre de la calle había llegado a causa de su misma mala fama: los respetables padres de familia se confabulaban en sus hogares para asistir a los varios establecimientos alrededor del lugar en donde se formaría la plaza, pero hablando de ir “a las ramadas” en lugar del más explícito referente de “las chinganas”, motejando así el lugar como la calle de las Ramadas.
En el siglo XIX, atrapada entre las pretensiones de aristocracia y el largo pasado de lujuria y entretenciones, la calle tenía especiales influjos de seducción sobre los cadetes militares, como esos mismos que llevó hasta allá don Diego Portales en sus años controvertidos, sobreviviendo la tradición por mucho tiempo después de su muerte y de la vida misma de la Filarmónica, el club en donde se realizaban las fiestas privadas del ministro y sus amigos, especialmente los domingos.
Todavía en 1900, era común que los alumnos de la Escuela Militar aparecieran por la calle Esmeralda pasando entre sus secretas puertas y escalas, como en los mejores tiempos portalianos y visitando también a las copuchas, esas lustrosas chiquillas “buenas y condescendientes, cuyos redondos y frescos cachetes tanto celebraran”, según lo que anota Sady Zañartu en “Santiago, calles viejas”. Evidentemente, no todo podía ser sólo comercio sexual, sino más bien ambiente integrales y variopintos de diversión, entretención folclórica y bohemia popular. La larga presencia de las monjas del Buen Pastor, por la cuadra que daba a la actual calle Mac Iver, y de las monjas de la Caridad en Las Ramadas, con su capilla a la vuelta en calle 21 de Mayo (conectada por el interior de la calle), no parece haber asustado a los muchos aventureros que llegaban hasta el barrio en sus incursiones menos cristianas.
El haber rebautizado a la calle de Las Ramadas como Esmeralda fue en limpio homenaje a los héroes de Iquique, sin duda, pero no cambió demasiado sus funciones al servicio privilegiado de los placeres del pueblo. Por el contrario, apareció una nueva generación de establecimientos que heredaron la fiesta nocturna de las antiguas ramadas y chinganas que allí se acogieron a funciones coloniales, más los burdeles que se hicieron presentes desde hacía bastante tiempo y que también dejaron su huella tanto en la vía como en sus adyacentes.
La prostitución de barrio Mapocho tendría su mejor excepción y expresión quizás en la misma calle Esmeralda, con casonas de fachadas exhibicionistas, remontadas a los años veinte y donde la decoración suntuosa y artística nos evoca a un apetito europeísta de la arquitectura. Sus refugios de remolienda eran, además, lugares con la antigua estética angelical y pretensiones elegantes de los clásicos burdeles de Santiago, de esos donde imperaban los cuadros de artistas desconocidos, las victrolas y las estatuillas de mujeres desnudando su belleza románica. Toda una isla aspiracional entre lo que era más general a la actividad sexual mapochina, como podrá deducirse.
Hablamos de ellos como burdeles sobrevivientes por el hecho de que muchos otros del sector se habían trasladado en los tiempos de la construcción del Parque Forestal, pasado el Primer Centenario. Así, la mayoría de los antiguos lenocinios mapochinos se habían viso desplazados a diferentes sectores como la Alameda sur, o quedaron relevados en el vecindario por un patín más callejero y muy deslucido. Es lo que señala también Góngora Escobedo en su trabajo sobre la prostitución en Santiago. En esos mismos años veinte y treinta, además, todavía quedaban allí algunos casos de los todavía menos lustrosos cafés chinos, escondiendo la oferta sexual en apariencias comerciales establecidas.
En los años de bohemia desatada, famosos serían los encuentros de calle Esmeralda en la Posada del Corregidor, la casa colonial junto a la plaza y en donde las parejas infieles se reunían dentro del restaurante de salas muy oscuras, con los mozos alumbrando con pequeñas lámparas las mesas para tomar los pedidos. Armando Méndez Carrasco cuenta que, todavía hallándose en la época del tranvía, Esmeralda fue también un lugar de reducción de especies robadas, negocio del que se valía un ladrón apodado el Gomina, mencionado en su obra “Chicago chico”. Este tenía su radio de acción en El Golf y Ñuñoa, aprovechando las salidas de los moradores más aristocráticos hasta sus casas de descanso en la costa.
Curiosamente, sin embargo, estas oscuras actividades comenzarían a convivir en la misma calle con encuentros culturales y de orientación más intelectual, especialmente entre los setentas y principios de los ochentas. Famosas eran las presentaciones de jazz, por ejemplo, en el auditorio del Instituto Chileno-Alemán de Cultura, en el número 650. Es, a fin de cuentas, la misma calle en donde vivieron la Sierva de Dios María Fernández Concha, don Eliodoro Yáñez, sus hijos escritores Juan Emar (Pilo) y María Flora Yáñez, y el futuro presidente Pedro Aguirre Cerda, por lo que sus curiosas dualidades forman parte de la misma identidad de la vía.
La calle y plaza de Las Ramadas en la maqueta de la ciudad de Santiago a inicios del período republicano, en el Museo Histórico Nacional. La plaza corresponde a la explanada entre los edificios coloniales que está enfrente de la bajada del Puente de Palo, que sustituyó al antiguo Puente de Ladrillo.
Ex Plaza de las Ramadas (hoy Corregidor Zañartu) y el edificio de la Posada del Corregidor, hacia 1926, poco antes de la desaparición del inmueble con entrada de arco del fondo, propiedad de las monjas del Buen Pastor. Fuente imagen: Fotografía Patrimonial, Museo Histórico Nacional (Donación de la Familia Larraín Peña).
Sin embargo, Esmeralda y sus sectores vecinos también eran lugares peligrosos, sumido en amenazas muy reales y vinculadas necesariamente a ese ambiente de la última generación de prostíbulos en la calle, por muy quitados de bulla que intentaran aparentarse. Siendo reconocido ya entonces como uno de los barrios de remolienda más antiguos de Santiago, en mayo de 1971 ocupó titulares el descarado actuar de un grupo de maleantes que llegaron como clientes al prostíbulo y “salón de masajes” con fama de económico, del cafiche Norberto Segundo Cortez Ruiz, en San Antonio 781 casi Esmeralda, en el llamado Pasaje Colonial.
A mayor abundamiento, arribaron en aquel burdel tres sujetos llamados Juan Carlos Parraguez Ruiz, un ex cafiche, con sus amigos Sergio Omar Arenas González, un patán y estafador buscado hacía tiempo por los detectives, y Armando Jesús Cerda Baeza, pistolero también conocido por la policía. Aparecieron golpeando ruidosamente la puerta metálica a las 6 de la mañana y se desató entonces un tiroteo con el dueño, en el que fue herido accidentalmente el campanillero Luis Alberto Urbina Muñoz. Según lo informado por el diario “Clarín” del jueves 13, los tipos ingresaron a la fuerza, bebieron pisco a sus anchas y desnudaron a una de las trabajadoras, que se hacía llamar la Loly Guisette (Luz Díaz Pérez), intoxicándola con el mismo destilado y obligándola a tener relaciones sexuales con el trío. Cuando llegó la policía, entonces, los tres estaban desnudos con ella, por lo que no pudieron defenderse ni escapar.
Otra característica excepcional de Esmeralda era el que la presencia de burdeles sobreviviera a toda la senda del siglo XX, incluido el período posterior al cierre de los centros de recreación principales como la Posada, el Club Alemán de Canto o El Can Can, llegando en algunos casos casi hasta los albores de nuestra actual centuria. Dicen por ahí, de hecho, que aquellos años de rigor militar, con restricciones y toques de queda estrangulando la vida nocturna, en parte llegaron a beneficiar a la actividad, más que perjudicarla: algunos clientes se quedaban en sus casitas de huifa como albergue, para esquivar a las fieras de las horas de la noche profunda, en la impredecible selva urbana.
Se recuerda también que el supuesto encanto de los antiguos militares con estos lugares a los que alguna vez frecuentaban casi por rito, les dio cierta inmunidad ante las restricciones. Difícil confirmarlo en nuestros días, pero había dos o tres hoteles parejeros funcionando en esta calle todavía en los años ochenta y noventa, además. Un lugar de acogida de estos era el llamado Elite (o algo así), casi en la esquina con San Antonio, frente de otro de los más populares prostíbulos de la calle, y que fuera demolido para hacer la torre habitacional que existe en ese lugar de la cuadra desde el año 2005.
Como la decadencia suele atraer más decadencia, uno de los golpes de muerte que reciben en Esmeralda sus últimas casas de alcahuetería y viejas cabronas, provendrá de este mismo factor corrosivo que ya había comenzado a llamar la atención de las autoridades y la sensibilidad policial. Irónicamente, sucedería cuando acababa de retornar la democracia en Chile tras una excepción de 17 años, con un sangriento asesinato del que ya diremos más: el asesinato de un matón en el burdel de la tía Claudia, cerca del cruce con San Antonio.
De día o de noche, algunas pocas mariposas -de cincuenta, sesenta o más años a cuestas- quedaron volando bajito y a ras de tierra por entre los postes de alumbrado del sector, recordando algo remoto sobre las viejas academias de la misma calle en la que se formaron. Las noches en la Plaza del Corregidor eran el momento y sitio favorito de ellas, quienes fueron un gran aporte a esta investigación, por cierto. Nos confirman, de paso que las casitas de remolienda como tales definitivamente están extintas en calle Esmeralda, reemplazadas por otras formas de prostitución. Pocos saben ya, entonces, de los secretos que se ocultaron alguna vez tras esas elegantes y suntuosas residencias, con esculturas, columnatas y grutescos guardando eterno silencio cómplice de lo que allí fueron testigos en el pasado.
Si bien la alcaldía de Joaquín Lavín en Santiago se mostró relativamente tolerante con la actividad de las prostitutas de la comuna, intentando persuadirlas más que forzarlas a dejar el rubro, constantes reclamos de los vecinos (que es lo mismo que hablar de votos) no tardaron en hacer efecto y provocar una arremetida contra el gremio que se notó especialmente en Esmeralda. En plena discusión sobre la posibilidad de establecer el “barrio rojo” del que tanto se ha hablado para conglomerar tal clase de actividades sexuales dentro de la ciudad, se intentó abrir un nuevo boliche licencioso en una de las esquinas de la calle, hacia el año 2004, esta vez disfrazado de café y local de entretención, como se lee en “El Mercurio” del domingo 27 de octubre de 2004. Sin embargo, su vida fue tan efímera que sólo contribuyó a engrosar los ánimos de los vecinos contra estos negocios y a aceptar que la época de la prostitución en la ex calle de Las Ramadas, había pasado irremediablemente. En su lugar, había llegado la edad de los menos escandalosos cafés con piernas, con una galería completa entre Diagonal Cervantes y San Antonio con Esmeralda, por ejemplo.
Otra causa reciente (y al parecer definitiva) del descenso de la actividad sexual callejera más visible en el barrio, contrastada con la persistencia de locales de estilo cabaretero donde todos los secretos quedan “adentro”, puede estar en los programas de seguridad municipal aplicando al sector. Uno de los más severos fue "Comuna Segura, Compromiso Cien", que impulsó el alcalde Raúl Alcaíno y que apuntaba, entre otras cosas, a reducir la actividad de prostitución en Mapocho. Los escrúpulos y las cruzadas edilicias tuvieron bastante éxito tanto para la paz de Esmeralda como para todo el vecindario completo.
Aunque todavía es posible ver merodeando a algunas representantes del más antiguo oficio del mundo, principalmente extranjeras, desde entonces, la calle ha mejorado bastante su cariz, volviéndose territorio de acervo cultural y de comercio ligado al diseño y al coleccionismo… O eso, al menos, es lo que parece a la luz del día.
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