Una mujer actriz de teatro del siglo XIX, basada en una representación litográfica coloreada de la época.
Las fuentes no se ponen de acuerdo sobre la antigüedad de la presencia en Chile del ejercicio de la prostitución. Ciertos historiadores sociales, principalmente, consideran que el oficio ejercido como tal desde los tiempos de la apertura económica en la post-Independencia y los tiempos siguientes es tan diferente y distante de manifestaciones anteriores del sexo por intercambio o remunerado que, simplemente, están en categorías diferentes. Apuntan con ello a la identidad de la prostitución “moderna”, principalmente, con una subcultura propia, otra más amplia en la que se inserta y en donde predomina la transacción monetaria como forma de pago.
Otras opiniones, sin embargo, han considerado que la prostitución ya existía a la sazón y era un problema social capitalino en tiempos de la Colonia, asociado a su vez a otros males sociales y éticos. Si bien hay escritores intentando matizar esta certeza, se trataría de prostitución propiamente, de manera indiscutible, por mucho que quieran establecerse categorías diferenciadas entre esta más primitiva y las formas que adoptará después, en tiempos republicanos. Entonces, las diferencias con esas formas adoptadas más tarde, así como la de los elementos culturales que la irán acompañando, no cambiarían la naturaleza de tal actividad a lo largo de la misma línea de tiempo.
Como ocurre con muchas cosas relativas a la vida colonial chilena y que no dejaron huellas o menciones tan explícitas como se quisiera, la presencia de la prostitución aparece sugerida con varios indicios, aunque a veces se enredan con el cínico moralismo de la época y las definiciones tan abiertas o ambiguas como la indicación de las mujeres “de mala vida”, que incluía a las que trabajaban ofreciendo sexo. La mirada escandalizadora de la sociedad y, en muchos casos, bastante hipócrita por parte de las autoridades, tampoco facilita la comprensión de las cosas, pero no por nada la prostitución, que acompaña a la humanidad desde tiempos antiguos y que ha sido llamada por lo mismo “el oficio más antiguo del mundo”, tuvo que estar ausente en el Chile de los siglos XVI a inicios del XIX, aunque fuera parcialmente presente a la sazón.
En otro aspecto, el comportamiento libidinoso era un cargo grave en aquellos años, el que no pocas veces se usó también por razones políticas. Conocidas fueron, por ejemplo, las acusaciones que cargaron sobre el bachiller y primer obispo de Santiago desde 1561, Rodrigo González Marmolejo, quien había llegado en la propia expedición conquistadora de su amigo, don Pedro de Valdivia. El sacerdote dominicano fue imputado de mantener un concubinato con su sirvienta la indígena cuzqueña Inés González y de andar saltando muros para visitar a otras indias que habría tenido como queridas.
Aunque, ciertamente, hubo cierta actitud cínica del obispo González Marmolejo al tolerar en silencio el adulterio de Valdivia con doña Inés de Suárez, cargo condenado por la Iglesia, la verdad es que cuesta imaginar al anciano de 68 años trepando muros y motivado por tan impecablemente conservados impulsos viriles. Además, autores como Tomás Thayer Ojeda en “Formación de la sociedad chilena y censo de la población de Chile en los años de 1540 a 1565”, hacen notar que los enemigos González Marmolejo fueron quienes sentaron aquella leyenda negra, como acusadores públicos o secretos: Vicencio del Monte y fray Martín de Robleda, amigos entre sí. La mentalidad infantil y poco juiciosa de la sociedad de entonces, además, a la primera filtración solía convertir desparramar en la hablilla popular todos estos asuntos que se pretendían discretos e íntimos, fueran o no demostrables.
Si los comportamientos escandalosos atribuidos a González Marmolejo se relacionaban más con efusividad sexual que con prostitución propiamente dicha, la duda razonable quedará entre algunos de los casos denunciados por el entonces obispo de Santiago, don Diego de Humanzoro, en copuchenta carta que dirige a una persona desconocida con fecha 9 de agosto de 1671, cuyos fragmentos más sabrosos son citados por Julio Alemparte R. en “El cabildo en Chile colonial”:
Los pecados públicos, y más los de la sensualidad (en cuyo sucio fuego se abrasa esta república) provocan la ira de Dios y aceleran la fatal desolación de los pueblos… Es pues el mayor escándalo de esta ciudad en materia de deshonestidad el que dan los señores de esta Real Audiencia; el señor Dr. Dn. Gaspar de Cuba con una señora principal, en agravio de un caballero noble y emparentado con quien está casada, y el escándalo es público en toda la ciudad y pienso que también en todo el reino; el señor Dn. Gaspar tiene un hermano joven en su compañía, y con este mancebo… da también mal ejemplo en la misma materia con una mujer de mal vivir, nombrada por mal nombre La Chavona.
El Sr. Dr. Dn. Juan de la Peña Salazar, oidor de esta Real Audiencia, y casado, escandaliza así mismo la fe pública con la comunicación y trato ilícito público y notorio, que tiene con una mozuela de mal vivir y que se nombra La Aburta, y antes de esto tuvo la misma ilícita comunicación con otra y otras…
El Sr. Dn. Joseph de Meneses tiene por manceba de asiento a una mujer casada con un soldado honrado y ausente, a quien no deja venir a esta ciudad, por estar la mujer preñada y hoy parida… y son tantas las liviandades que en materia de mujeres a este señor oidor, que no sólo causa escándalo en la república, sino también irrisión y menosprecio de la persona y la toga.
El señor Dn. Manuel de León y Escobar, cuarto oidor de esta Real Audiencia, tiene trato ilícito escandaloso con una mozuela.
A todos estos señores he amonestado caritativamente, y están lejos de enmendarse como de pensar que se han de morir.
Visto que la colonia de Santiago no era tan santa como para carecer de escándalos sexuales y de damiselas venusinas como las misteriosas Chavona y Aburta, entonces, las señales de la posible presencia de prostitución siguen asomando en diferentes ejemplos más. En su libro sobre la historia de Santiago, Armando de Ramón dice algo al respecto y sobre el período:
Por lo general, el gobernador “bajaba” a Santiago a invernar los cuatro o cinco meses correspondientes a dicha estación entre mayo y septiembre, época en que en el sur de Chile no era posible llevar a cabo las operaciones de la guerra. Junto con él venían unos soldados de su séquito, a los cuales se añadían otros que obtenían permiso para pasar el invierno en Santiago, toda ella soldadesca peligrosa y pendenciera acostumbrada a la vida de cuartel en un ambiente de violencia generalizada y permanente. Tan grave como lo anterior eran los efectos sobre la moralidad públicas, pues, como decía un testigo, dichos soldados no sólo se contentaban con robar y matar, sino que también se dedicaban a “descomponer doncellas”. En 1610 el oidor Gabriel de Celada agregaba que, debido a la conducta desordenada de tales soldados, se originaban muchas “deshonestidades y pendencias” fuera de “los mil hurtos”, todo lo cual mantenía inquietos a los vecinos durante esos largos meses. (…)
Esta incómoda permanencia causaba el aumento de la delincuencia tanto diurna como nocturna y otros delitos conexos derivados del alcoholismo y la prostitución. De esta última, practicada por las que los documentos llaman “mujeres de mal vivir”, quedan antecedentes aislados que, sin embargo, demuestran la extensión que había alcanzado esta práctica en Santiago durante el siglo XVII.
Aquella existencia de prostitutas en la Colonia se verifica, en parte, con la creación de la llamada Casa de las Recogidas, entre fines del mismo siglo XVII y principios del XVIII, para acoger a mujeres abandonadas, adúlteras, menesterosas y las “de mal vivir”, aunque es posible que muchas de ellas no hayan sido más que promiscuas, infieles, casquivanas o liberales pasadas por el anatema sexista de la época. Esta especie de internado había sido traído a Santiago por solicitud directa del franciscano fray Diego de Huamanzoro en carta al rey en 1672, reclamando por el deplorable estado moral de la capital chilena. Agrega De Ramón, al respecto:
Cuando se trató de establecer la Casa de las Recogidas se habló de que su objeto era recluir a “las mujeres inhonestas y escandalosas, para que se eviten los escándalos que ocasionan” y así limpiar la ciudad “de personas de esta calidad que la perturban y escandalizan”. Al parecer, las parejas clandestinas usaban cualquier sitio para sus desahogos, como lo relataba el Cabildo a propósito de los terrenos baldíos, desiertos y desamparados “que no sirven de otra cosa que de ocultarse en ellos a jugar y a hacer otras indecencias en deservicio de Dios Nuestro Señor”.
El rasgo de problema social con las mujeres “de mal vivir” (por cierto o no que fuera) podría remontarse fácilmente en Chile aquel siglo del 1600, entonces. Es lo que se constata también en algunas denuncias públicas formuladas por el cabildo e incluso en el Sínodo celebrado en Santiago en 1688, condenando los pecados públicos que se cometían dentro del territorio del obispado capitalino, entre uno que se combatió con varios intentos de censura, pero sin poder derrotarlo:
…la disolución de las muchas mujeres lusitanas que en comenzando a cerrar la noche, salen de sus casas y se van a las tiendas de los mercaderes y otros oficios con pretexto de comprar los géneros que se necesitan, gastando lo más de la noche así en tiendas como en la plaza y calles en disoluciones y graves ofensas de Nuestro Señor, de que lo religioso y serio del pueblo está escandalizado.
Por “lusitanas”, el capítulo se refiere en realidad no al sinónimo del gentilicio portugués, sino a las mujeres de comportamientos lascivos o libertinos que resultaban inaceptable a la moral del clero. Por eso exigían contra ellas la excomunión, un castigo monetario y pedía, de paso, menos lenidad de las autoridades ante su presencia.
Soldados españoles jugando dados. Fuente imagen: "Mirador: Leyendas y episodios chilenos" de Aurelio Díaz Meza, edición de Editorial Talcahuano.
Croquis de la capital chilena publicado en "Santiago durante el siglo XVI: constitución de la propiedad urbana y noticias biográficas de sus primeros pobladores" de Tomás Thayer Ojeda (Santiago de Chile, Imprenta Cervantes, 1905).
Caballeros conversando bajo un portal de la Plaza de Armas de Santiago, según acuarela de don Alphonse Giast, hacia 1820.
Empero, cabe observar que no había cambiado mucho el cuadro descrito cuando llegaron los años de las fiestas chinganeras o a puerta cerrada en refugios como los de calle Las Ramadas y La Chimba. Igualmente, holgadas fueron las cantidades de agresiones, apuñalamientos y delitos de sangre que acompañaron siempre al oficio, entre sus innumerables otros peligros.
Volviendo a la recién habilitada Casa de las Recogidas, esta estuvo alojada primero dentro del recinto conventual de las monjas claras, hacia donde está ahora la Biblioteca Nacional de Santiago. Empero, ya hacia 1697 o 1698 aproximadamente, se decidió trasladarla hasta el pie del cerro Santa Lucía, hacia donde hoy está la Plaza Vicuña Mackenna. No pudo ser inaugurada allí sino hasta 1737, tornándose la razón por la que su calle lateral, Miraflores, fue llamada entonces calle de las Recogidas.
En 1773, a sólo unos meses de haber tomado la gobernación de Chile que se le había asignado en el año anterior, el capitán general Jáuregui y Aldecoa establecía en su draconiano 8º bando de buen gobierno que toda mujer “compañera sospechosa” sorprendida con un hombre después del toque de queda, iría a parar a la misma Casa de las Recogidas. Sus disposiciones también establecían duras penas para los agitadores, revoltosos y delincuentes.
Varias prostitutas debieron ir a parar a la correccional de marras durante el largo período en que estuvo en funciones tal servicio, entonces. Hay información interesante al respecto en “Descorriendo el Velo II y III: Jornadas de investigaciones historia de la mujer”, capítulo “La Casa de las Recogidas en Santiago”, de Patricia Peña González. Se sabe, además, que había casos en que algunas de ellas escapaban con sus amantes para hacer travesuras entre las rocas del cerro, que por entonces no era más que un peñón estéril y lleno de posibles escondrijos.
Sin embargo, aunque la casa había sido creada para albergar no más de 30 “recogidas”, para 1789 ya llegaba a 80 almas, además de siete beatas, cinco voluntarias y seis niñas de las beatas. Es evidente que estaba superada en sus capacidades por el número de internas, según tales números arrojados por un informe citado por José Toribio Medina en “Cosas de la Colonia”. Allí encontramos también esta reveladora definición de las internas: “mujeres escandalosas de las que se había removido del comercio de la República”.
Las mujeres infieles pero ajenas a la prostitución también corrían con destinos parecidos y tratadas casi igual que si fueran meretrices, al menos en la ponderación social. Conocido fue, por ejemplo, el caso de la joven esposa del arquitecto italiano Joaquín Toesca, autor de nuestro Palacio de la Moneda y los últimos tajamares del Mapocho. Había contraído matrimonio con doña Manuela Fernández de Rebolledo y Pando en 1782, pero la muchacha resultó ser sumamente ardorosa e infiel, escapando de casa seguidamente. En su caso, sin embargo, terminó encerrada en la Casa de Ejercicios en Peumo, por consejo del obispo Blas Sobrino y Minayo, pero después de un gran escándalo en el que incluso habría intentado asesinar al propio don Joaquín, más que por sus aventuras humillándolo constantemente. Curiosamente, la desleal Manuela era muy celosa: escribía desde el cautiverio a su amante exhortándolo a no meterse con chusquisas o chuscas.
Ya cayendo en la obsolescencia, después de 1810 la Casa de las Recogidas acabó convertida en cuartel militar, lugar que fue escenario de algunas revueltas sediciosas del mismo siglo. El servicio de recogidas funcionó como tal hasta 1818, en tanto, quedando convertido en un recuerdo relicario de la Colonia.
Considerando entonces que las prostitutas y sus nidos de mariposas nocturnas pueden existir en Santiago casi desde sus orígenes, en un inicio se habría tratado más bien de mujeres lascivas, dadas a la entretención de las chinganas más que al ejercicio mismo del comercio sexual como oficio permanente, como se desliza de la interpretación de algunas reseñas. El concepto del “mal vivir” resulta demasiado indeterminado como para establecer las categorías que fueron dominantes dentro de tal anatema y la moralidad de aquellos años. Sin embargo, está claro que sus antecedentes históricos en la ciudad se deben perder en el pasado, persistiendo con diferentes rostros durante el resto de los siglos en la historia de la capital chilena.
En “Labradores, peones y proletarios”, Gabriel Salazar sostiene que la prostitución desplegada en la sociedad chilena en aquel período entre fines del siglo XVIII y las primeras décadas del siguiente estuvo estrechamente relacionada con la crisis de la economía rural, la que no tuvo visos de mejoría a comenzar la cruzada independentista en 1810. El estado de alerta militar y tránsito bélico iniciado con las guerras emancipadoras habría sido favorable también a la promiscuidad y la prostitución, así como a la profusión de enfermedades venéreas.
Cosas curiosas sucedieron en la Patria Vieja, demostrando la presencia de prostitutas conocidas en el ambiente santiaguino. Una de ellas tuvo ocasión en 1812, con la celebración del 30 de septiembre celebrando los dos años de la Primera Junta del 18 y también para presentar formalmente el primer escudo nacional. Los partes que hizo repartir el mandatario, don José Miguel Carrera invitaban al público “para que lo acompañe por la mañana al Te Deum en la Catedral y a la noche en la Casa de Moneda, donde debe el digno vecindario chileno sensibilizar sus transportes por la libertad de la Patria”, en donde se haría una fastuosa fiesta. Sin embargo, según crónica del realista Manuel Antonio Talavera, testigo de los hechos, asistieron al encuentro bastante menos mujeres que hombres, quizá debido a una travesura o sabotaje ocurrido poco antes con las invitaciones: algunos pillos fueron sorprendidos por la Gran Guardia “suplantando nombres de las damas de la mayor prostitución del pueblo”, según explicó, por lo que muchas más recatadas y aristocráticas seguramente prefirieron no ir.
Con respecto a las enfermedades de transmisión sexual, se encargó estudiarlas y combatirlas una comisión creada en 1813 todavía durante el gobierno de Carrera, aunque su labor fue interrumpida poco después por la Reconquista. Ese mismo año, el primer periódico chileno, “La Aurora de Chile”, se había referido al combate de las enfermedades de transmisión sexual o lue venera, particularmente la sífilis, en su edición del 4 de febrero, reproduciendo un discurso atribuido a don Manuel de Salas. El primer punto para combatir los contagios alude a la prostitución, precisamente:
Tres métodos se proponen; el primero es purificar de este virus al sexo que desgraciadamente se presta al público desorden; el segundo es el establecimiento de varias obras que hacen más dificultosa su introducción; el ultimo es vigilar sobre la conducta de los que están destinados a la conservación de la salud de los ciudadanos.
Se transitaba por un período aún relacionado con la gestación de lo que después iba a ser la remolienda criolla, entonces, antes de adoptar la forma con la que llega y continúa su evolución durante el siglo siguiente, configurándose en la forma que será conocida entonces. Sin embargo, es este trayecto el que quizá ha llevado a creer a muchos historiadores que la prostitución propiamente dicha comienza en Chile recién durante este período, pese a que todo sugiere que ya existía desde antes de la Independencia. Vimos ya que autores como De Ramón proporcionan información favorable a ese último convencimiento, con casos de mujeres de pueblos ofreciendo sus servicios sexuales ya en el siglo XVII o complaciendo a los soldados que se establecían en las ciudades.
Si bien se trataba de una prostitución bastante diferente a la desarrollada en la sociedad del siglo XIX, era el mismo y exacto oficio con otro cariz y protagonismo. Ya en agosto de 1823 el director supremo Ramón Freire, asesorado en estas materias por la férrea voluntad de Mariano Egaña, informaba a los diputados del Congreso Constituyente sobre la reposición del hospicio de los pobres: “Aquí hallará remedio su miseria, y un remedio que evite la prostitución, y contribuya así al aumento de la población”, declaró en la oportunidad.
En otro aspecto, los prostíbulos de la época se enredaban también con los figones, chinganas, ramadas rurales, bodegones, casas de juegos, garitos y tugurios, quedando firmemente atados a las pautas de un folclore y costumbrismo en desarrollo acompañando, por ejemplo, por aspectos de la cocina popular, las ruedas de cueca y las fiestas de la plebe en sus quintas de recreo.
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